Publicado en La Vanguardia
La vida en alta mar no es fácil. Durante varias semanas habitas un espacio extremadamente reducido, en permanente vaivén, aislado, sin poder comunicarte con el exterior y sin ningún referente espacial: no hay calles, ni árboles, ni edificios, ni personas… Tan solo un enorme desierto de agua, que parece no tener fin. Hace dos años atravesé el océano Pacífico en un pequeño catamarán de 11 metros impulsado por el viento, desde las islas Galápagos hasta la Polinesia Francesa . Tuve que esperar 23 días, y 23 largas noches, para pisar de nuevo sobre tierra firme. Parecía que ese momento no iba a llegar nunca, pero finalmente llegó.
A pesar de las obvias diferencias de mi travesía con los días de encierro por la pandemia de la Covid-19, existen varios aprendizajes que quizás puedan ayudar, y esta es la vocación de este texto. El más importante: nunca, jamás , perder la esperanza, tener la absoluta certeza de que la situación es temporal. En mi caso, cuando llevaba dos semanas en alta mar, tremendamente angustiado, con la sensación de que me había metido en un buen lío, que me había equivocado, que mi decisión, sin apenas conocimientos náuticos, fue una irresponsabilidad. Me repetía y animaba diciéndome que pronto volvería a ver la tierra firme, a reencontrarme con mi familia, con mis amigos. La esperanza y la luz al final del túnel es el mástil al que agarrarse en la tormenta.
Espacio reducido
El piso en el que vivo actualmente, de 70 metros cuadrados, es una mansión comparada con el catamarán de 11 metros en el que viajé junto a otras cuatro personas. Y además, no se mueve permanentemente. No sé si han subido a un velero, pero los espacios son muy reducidos. En el baño solo había espacio para el váter y una persona de pie. En mi pequeño camarote tan sólo cabía la cama y unas estanterías de nailon donde guardar la ropa básica. Las maletas tenía que ponerlas debajo del colchón.
En este contexto, el orden es muy importante; saber dónde se encuentra cada una de tus pertenencias y poder acceder a ellas de manera inmediata. El hecho de que todo estuviera ordenado daba la sensación de que tenía más espacio. También engañaba a mi mente. De alguna extraña manera el orden exterior te hace pensar en uno interior.
Otra estrategia que me ayudó a sobrellevar las cientos de horas que tenía por delante consistía en tener la mente ocupada. Leía mucho, veía películas y cocinaba diariamente para la tripulación. Las acciones físicas me ayudaban a mantenerme entero. Durante varios días, el viento desapareció completamente, nos movíamos únicamente con las corrientes, a unos 4 kilómetros la hora y debíamos recorrer cerca de 6.000 kilómetros.
El ordenador de navegación nos informaba que a esa velocidad, íbamos a necesitar unos 50 días más para llegar a destino. Viví momentos duros: lloré, tuve un ataque de ansiedad en el que no podía respirar, maldecía mi suerte…. Es importante dejar salir la angustia, liberar las emociones, vaciarte puntualmente, para retomar luego la calma. Comencé a hacer meditación y ejercicios de respiración que me ayudaron a mantener el control en momentos de adversidad total.
Un animal social
El ser humano es un animal social. La compañía y el apoyo del “otro” es vital. El barco era propiedad de un capitán alemán que iba con su novia, también alemana. Nos comunicábamos en inglés. Yo viajaba con mi novia Claudia. Su presencia, su ánimo, su permanente apoyo, el sentirla cerca en todo momento, me ayudó a sobrellevar la travesía.
En estos momentos de profunda incertidumbre y angustia la empatía con las personas queridas es fundamental. El barco no tenía wifi ni teléfono por satélite, estábamos totalmente incomunicados, lo que dificultaba un poco más nuestro aislamiento. A día de hoy poder hablar casi a diario y con videollamada con nuestros seres queridos incluso que están al otro lado del planeta, es un bálsamo para el alma.
Cuando llevas más de una semana en un barco en alta mar, comienzas a perder el sentido del tiempo y del espacio. Te cuesta discernir si estás en martes o domingo, si han transcurrido 20 minutos o dos horas. En alta mar, al estar rodeado de un mismo y monótono escenario -un inmenso mar de 360 grados- la desubicación se acentúa.
Seguro que en estos días de confinamiento muchas personas sienten algo similar. Para combatir esta desagradable sensación, estructuraba las horas y las tareas: en la madrugada hacía las guardias, luego preparaba el desayuno y descansaba un poco. Luego escritura, siempre y cuando el tiempo me lo permitiera; en la tarde lectura y juegos de mesa, en la noche guardia de nuevo. Y así día tras día, con el espíritu inalterable.
Paraíso mental
Finalmente lo más importante: jamás perder la esperanza, jamás perder la certeza de que iba a llegar a mi puerto de destino, las islas Marquesas en la Polinesia Francesa. En lugar de poblar mi mente de monstruos y horrores, lo llenaba de escenas idílicas: una tierra paradisíaca y legendaria habitada por gente extraordinaria, de aguas cristalinas y un mundo submarino sin igual.
Cada día pensábamos en una persona importante la evocábamos todo lo bueno que nos había aportado con gratitud y amor. También soñábamos con proyectos futuros, llevando nuestra mente a lugares felices. O enfocándonos en el presente, disfrutando unos pancakes, un atardecer o cualquier circunstancia favorable.
Luego de 23 días y 23 noches se hizo el milagro. A lo lejos se comenzó a vislumbrar una leve, casi imperceptible mancha negra en el horizonte. Era la isla de Hiva Oa. Lo habíamos logrado. Lo que más me impactó, emocionó y removió mi alma, fue el olor a tierra. No me imaginaba que la tierra en sí tenía olor.
Era un olor a humedad y musgo que jamás olvidaré. Me revolvió el cuerpo. No lo duden, créanme, pronto, volveremos a respirar la tierra húmeda, nos pararemos sobre tierra firme, nos volveremos a abrazar.