Publicado en Avianca en Revista
Desde la lejanía -se encuentra a 700 metros de la costa- Teahupoo recuerda a la polvareda que dejaría a su paso un gran ejército corriendo enfurecidamente hacia el campo de batalla. Los que la han surfeado aseguran que su eco destructor queda grabado para siempre en la memoria y que no existe otro lugar en el mundo donde la gravedad tire más de ti.
“Es como si el tiempo se parara, una vez que consigues controlar la bajada, encuentras la línea y ves el tubo gigante encima tuyo, con tanta agua moviéndose a tu alrededor a una gran velocidad, es inigualable. Es lo más increíble que he vivido en mi vida, el ruido parece el de un monstruo gigante explotando. Ves tu vida pasar por delante de tus ojos. Es la Meca del surf, allí donde todos desean poder llegar algún día”, evoca desde Nueva Zelanda el surfista español Giorgio Dayán.
Para acceder se necesita una moto acuática o una lancha, y esperar al instante exacto para adentrarse en las fauces de esta mole de agua de 10 metros de altura. Se puede visitar durante todo el año, pero para sentir el verdadero ambiente surfer hay que vivir una de las competiciones internacionales que tienen lugar periodicamente.
Teahupoo es una de las olas más hermosas que existen, tanto por sus formas perfectas como por su calidad para surfearla. Su belleza descansa sobre un mortal lecho de coral que ya se ha cobrado alguna víctima. En tahitiano su nombre significa muro de calaveras. A pesar de ello, tal como ocurría con el canto de sirenas que atraían a los barcos marineros, cada año miles de surfistas peregrinan a Tahití para domarla.
Mucho se ha escrito y especulado sobre el nacimiento del surf. Lo que está claro es que el primer testimonio data de 1778, cuando el capitán James Cook navegó desde Tahití hacia Norteamérica y se encontró con un grupo de islas desconocidas que luego se llamarían Hawái. Allí mismo falleció lanceado. El teniente James King, que formaba pare de la expedición, anotó lo siguiente en su diario de a bordo:
“Uno de sus entretenimientos más comunes lo realizan en el agua, cuando el mar está crecido, y las olas rompen en la costa. Los hombres, entre 20 y 30, se dirigen mar adentro sorteando las olas; se colocan tumbados sobre una plancha ovalada, mantienen sus piernas unidas en lo alto y usan los brazos para guiar la plancha. Esperan un tiempo a que lleguen las olas más grandes y reman con sus brazos para permanecer en lo alto de la ola”.
A pesar de este testimonio, a día de hoy está demostrado que los habitantes de las islas Marquesas, uno de los archipiélagos de la Polinesia Francesa, colonizaron Hawái en el siglo IV, llevando sus tradiciones, entre ellas el surf. Por otro lado existen cerámicas preincaicas del norte de Perú en las que aparecen figuras de hombres deslizándose sobre una ola, hecho que indicaría que su origen es americano, a pesar de que cualquier tahitiano asegurará que el surf nació en su isla.
Teahupoo se encuentra en el suroeste de la isla Tahití, frente a un pequeño pueblo con el que comparte nombre. Fuera de las competencias internacionales es un lugar apacible, salpimentado con casas pintadas de colores frente al mar, y atravesado por un pequeño sendero de madera por el que pasan riachuelos y lagunas con nenúfares. Es también un popular destino donde los tahitianos acuden los fines de semana a disfrutar de una bonita puesta de sol y hacer lo que más les gusta: tocar el ukelele y cantar canciones tradicionales mientras beben una Hinano, la cerveza nacional.
Se trata de una isla volcánica separada en dos partes por el istmo de Taravao. La mayor se llama Tahiti Nui o Gran Tahití. Allí se encuentra Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, una tranquila ciudad de unos 30.000 habitantes. Destaca su mercado, siempre bullcioso, donde encuentras un excelente pescado a buen precio, artesanías traídas de otros archipiélagos y por supuesto las famosas perlas negras. Otro lugar con encanto es el paseo marítimo, donde los lugareños acuden al final del día a caminar. A esa hora frente a la lujosa marina llegan los food trucks, que ofrecen una variada oferta gastronómica. En las afueras se puede ascender el Monte Aroai, de 2066 metros de altura, visitar el Museo de Paul Gauguin o algunas de sus numerosas cascadas.
La otra parte es Tahiti Iti o Pequeña Tahití. Allí la vegetación es más salvaje, es una zona menos desarrollada y poblada que su hermana mayor. Abundan las zonas coralinas para hacer un excelente snorkel y nadar a pocos metros de la orilla con pequeños tiburones, tortugas, barracudas y peces tropicales. Entre sus playas, muchas de ellas de arena negra volcánica, destaca entre el resto el muro de calaveras, siempre dispuesto a ofrecer su belleza, pero a veces, a un precio muy alto.