Publicada en Vice

Llevábamos dos semanas explorando Fiyi, nos encontrábamos en Levuka, capital de la isla Ovalau.La ciudad estaba todavía convaleciente del terrible ciclón que arrasó gran parte del país en febrero de 2016. En la calle, conocimos a una señora que nos invitó a su casa y permanecimos con ella durante cinco días. En el puerto, algunos días después, nos hicimos amigos de Ace Naqanaqa, un joven que hacía las funciones de lanchero. Le preguntamos por alguna otra isla qué visitar y nos mostró con su dedo índice a Moturiki, cuya silueta apenas se divisaba vagamente en el horizonte.

Moturiki es un lugar que no aparecía en ninguna guía: de hecho, no teníamos ninguna clase de información de su existencia. Al día siguiente, nos subíamos a una pequeña barca rumbo a nuestro inesperado nuevo destino.Allí nos recibieron Asheili y Kali, los padres de Ace. Desde el primer instante mostraron una extraordinaria generosidad. Nos ofrecieron, para hospedarnos, el mejor espacio que tenían: una carpa para emergencias que les había donado una ONG internacional. La isla también había sido fuertemente golpeada por el ciclón. Muchas casas estaban devastadas, la población vivía en precarias construcciones de láminas de metal y trozos de madera, construidos improvisadamente. No tenían electricidad, ni sistema de alcantarillado. Ni neveras. Ni hornos.

Una noche, llegaron tres jóvenes y nos dijeron que los siguiéramos. No sabíamos quiénes eran, pero aceptamos de inmediato. Éramos los únicos visitantes en la isla, así que no podíamos declinar la oferta. Además, pocas cosas nos apasionan más que la llegada de un plan inesperado. Era de noche: se podía escuchar el sonido de las olas que rompían en la orilla y sentir el viento zarandeando las palmeras. Caminamos por un estrecho sendero hacia un lugar alejado de la aldea mientras ellos conversaban en su dialecto local. Seguimos unos diez minutos a pie, sin tener ni la más remota idea de a dónde íbamos, ni qué íbamos a hacer. En el camino bromeábamos con la idea de que —por el pasado caníbal de estas poblaciones— nos esperaba un enorme caldero de agua hirviendo. Llegamos a una casa grande de madera pintada de azul. A través de las ventanas, se filtraba una tenue luz y un leve murmullo parecido a un rezo.

Nos invitaron a dejar los zapatos en la entrada. Tras el umbral de la puerta se encontraban unas treinta personas sentadas en el suelo, balanceándose de adelante hacia atrás, como en estado de trance. Eran los vecinos del pueblo, en su mayoría hombres, que iban a tomarse un descanso luego de la jornada laboral. Los jóvenes tenían unos cuerpos esbeltos y atléticos, la piel muy oscura y el pelo rizado. Algunos se lo dejan estilo afro, porque les parecía cool. Los dientes de los jóvenes eran de un blanco resplandeciente. Aunque, por el contrario, y a pesar de que reían todo el tiempo, a la mayoría de los mayores les faltaba alguna o varias piezas. No se preocupaban en preguntarnos de dónde veníamos o qué hacíamos allí: únicamente nos daban la bienvenida y con la mano nos invitaban a sentarnos. Muchos llevaban camisetas de rugby, el deporte nacional y orgullo de los fiyianos. Las mujeres eran gruesas, auténticas venus de ébano con pechos y caderas prominentes, y con peinados que parecían cascos.

Fue entonces cuando sucedió: entre todos ellos se pasaban un pequeño cuenco de madera con un líquido turbio de color marrón que parecía agua sucia. La sala estaba presidida por un hombre de unos cuarenta años que tenía un gran recipiente del que extraía el brebaje, mientras anunciaba una suerte de alabanza en fiyiano: “Ayaaaa naaaa yinaa naaaae”, que el resto repetía al unísono. Se trataba de una invitación a los presentes a consumir el kava. Algunos estaban sudorosos, otros fumaban con ansiedad unos cigarrillos muy finos que hacían ellos mismos con papel de revistas. Cuando no entonaban los cánticos, permanecían en silencio, zarandeando sus cuerpos compulsivamente. Todo emanaba un aroma de ritual para iniciados.

Nos acomodaron en uno de los rincones de la sala, con la intención de pasar desapercibidos, pero fue imposible: éramos los invitados de honor. Apareció uno de los jóvenes que repartía el mejunje y nos preguntó: high tide or low tide? Allí nos encontramos con nuestro amigo Manasa Dakadaka, quien ejerció de improvisado anfitrión. “Se refiere a que si quieren el cuenco con mucha o poca bebida. Aquí en Moturiki las mareas son muy importantes”, nos aclaró.

Ya con el cuenco en nuestras manos, le preguntamos de qué se trataba. Nuestro Cicerone sonrió y luego nos contó que era kava, una bebida relajante que toman habitualmente luego de la jornada laboral. “Es como para vosotros los europeos el alcohol, pero sin dolor de cabeza el día siguiente”, dijo, con un rostro de varios días en vela. Según cuenta el mito, el kava creció por vez primera en el cuerpo de un niño muerto sacrificado para alimentar al jefe”.

Justo antes del primer sorbo aparece un recuerdo de la infancia, cuando en una ocasión bebí el agua sucia del charco de un parque. Han transcurrido 30 años y me encuentro de nuevo frente a la misma situación, pero con la esperanza de que este líquido me permita experimentar un viaje psicodélico. El primer trago fue amargo, con un sabor fuerte a madera que se me quedó dando vueltas por la boca durante demasiados segundos. No fue agradable, pero, como ocurre a menudo con los estupefacientes, lo importante era el efecto.

Y así, comenzó la espera. La estampa con los fiyianos en pleno apoteosis balanceando su cuerpo una y otra vez hace que las expectativas sean altas. Pasan unos minutos y noto la lengua ligeramente adormilada. Indago el rostro de Claudia, buscando una respuesta positiva, pero su cabeza girando de un lado a otro anega mis esperanzas. El ambiente es húmedo, la atmósfera es pesada. Las gotas de sudor resbalan por mi rostro. De todas formas, pedimos otro cuenco.

Tomamos un segundo. Un tercero. Ni rastro de los efectos. Sí, me siento un poco más relajado de lo normal, pero muy lejos de entrar en trance. Finalmente, Claudia desiste, cansada del mal sabor y de la falta de resultados.

Persisto en mi voluntad de alejarme de los territorios de la realidad cotidiana, pero nada, parece que todo resulta infructuoso. Pido más dosis, “high tide, high tide” le repito insistentemente; fumo los cigarrillos e incluso me balanceo un poco para ver si el efecto cinético tiene algo que ver con la activación de los alcaloides. Mi estómago comienza a darme señales de que por hoy es suficiente. Luego del octavo cuenco desisto y anhelo un gin tonic.

El kava, supe después, proviene de una planta de unos veinticinco centímetros de altura y es de la familia de la pimienta. De su raíz se extrae una sustancia que provoca efectos ansiolíticos y relajantes. Se toma con agua o leche de coco, y en grandes cantidades tiene un efecto embriagante. Puede resultar adictivo. Su uso en países como Vanuatu, Tonga o Fiyi se remonta varios siglos atrás, era consumida como bebida social y ceremonial.

Su origen se constituye en el tiempo mitológico de Degei, el supremo dios fiyiano, creador de todas las cosas. Antiguamente, su elaboración e ingestión estaba destinada únicamente a los líderes religiosos. Según cuenta el mito, el kava creció por vez primera en el cuerpo de un niño muerto sacrificado para alimentar al jefe, una imagen que remite directamente al canibalismo que se practicó en Fiyi hasta finales del siglo XIX. Contrario a lo que ocurre en la Polinesia Francesa, en donde no les gusta admitir esta realidad, aquí se sienten orgullosos por esta práctica característica de su historia. En las zonas turísticas abundan cuchillos y tenedores de madera que imitan a los que utilizaban antaño para devorar a sus víctimas.

El método para obtener la bebida es sencillo y manual: ponen las raíces al aire libre durante unos días para que se sequen, luego las muelen y las envuelven en un trapo, para, a continuación, sumergirlas en un gran cuenco con agua y ser estrujadas con las manos una y otra vez durante unos treinta minutos para que, así, sus propiedades se liberen. Y nada más. En algunos países de Occidente se consume como infusión para combatir el estrés y la ansiedad o para reducir la tensión y el insomnio. Todo esto a pesar de que organismos como la US Food and Drug Administration, de Estados Unidos, advierten que puede generar daños severos en el hígado.

Al día siguiente, quedamos de nuevo en ir a la casa comunal. Se repitió el modus operandi. Nuestros nuevos amigos llegaron sobre la misma hora. Parecía que les gustaba ser nuestros anfitriones. En el trayecto hicimos bromas sobre los efectos del kava. Les expliqué que no sentí gran cosa el día anterior. Me contestaron que debía tomar más cantidad, entre veinte y treinta cuencos.

Al llegar nos encontramos con la misma estampa del día anterior: decenas de señores de mediana edad sedados por la bebida. Varios de ellos llevaban pintada una línea vertical blanca. Nos explicaron que es una muestra de agradecimiento a los habitantes de otros poblados vecinos, por haber colaborado en la construcción de una tubería para transportar agua potable.

Nos traen el kava, bebemos con confianza, y veo que celebran con agrado nuestra integración en el rito. Luego de cada ingesta hay que aplaudir tres veces para mostrar tu agradecimiento. Esta vez intento ser un alumno aplicado. Tomo un cuenco, luego otro y otro y otro, fumo los cigarrillos, vuelvo a beber. A partir de los quince cuencos dejo de contar. Claudia me mira y sonríe con escepticismo.

Charlamos con ellos: las conversaciones son en inglés, me preguntan de dónde soy, si me gusta el kava, qué hago en su isla, cosas por el estilo. A medida que pasa el tiempo me cuesta más y más entenderles. Compruebo que la lengua se me pone de trapo. Ya no me importa el repugnante sabor.

Reímos juntos, aplaudimos, bebemos y alabamos… Me inunda una sensación de placidez y bienestar total. Otro señor frente a mí me comenta algo que no logro entender. Tiene un aspecto muy gracioso, lleva una camiseta vieja sin mangas en la que aparece una caricatura de un fiyiano gordo con el pelo a lo afro y una amplia sonrisa. Extrañamente se le parece mucho: bien podría ser él. Le señalo la camiseta y reímos los dos, me da de fumar, me da otro cuenco, pasan las horas. Siento que estoy en el mejor lugar del mundo, todo parece encajar.

Estoy muy, muy relajado, en paz conmigo mismo, me da la impresión de que la realidad pasa a cámara lenta, siento un leve mareo, todo me parece habitual. Disfruto acariciándome la piel, como si me reencontrara luego de mucho tiempo de nuevo con mi cuerpo. En un primer momento pienso “qué demonios hago aquí trabado, con extraños con los que apenas me puedo comunicar”, pero luego sonrío y me digo que todo está bien. Estoy feliz.

La mente divaga, aparecen imágenes —a priori aleatorias— que luego se van conectando. Tampoco me abstraigo mucho: cada poco me ofrecen una calada de un cigarrillo o un poco más de bebida. Decido que ya no necesito hablar con nadie para comprenderlos. Con la mirada basta. Definitivamente. estoy en un estado de superior de percepción (desde el punto de vista de mi high, claro). Ahora ya me encuentro plenamente hermanado con mis amigos de la casa comunal. No he llegado al nivel de trance con balanceo, pero bueno, eso lo dejamos para el próximo viaje.

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