Publicado en La Vanguardia

Resulta imposible no sentir mariposas revoloteando en el estómago minutos antes de que zarpe el barco rumbo a la Antártida. Se trata de una expedición, con todo lo que ello implica. Al evocar esta palabra resuenan en la cabeza las hazañas de los grandes aventureros antárticos, Ernest Shackleton y Roald Admunsen. Desde el puerto se divisa el Estrecho de Magallanes, que más que un paso marítimo parece un inmenso mar. En un antiguo muelle un grupo de cormoranes descansa sobre las baldas de madera y unas gaviotas revolotean sobre el horizonte.

A ras del suelo el clima es frío, pero agradable. Estamos en febrero, a la Antártida tan solo se puede viajar de diciembre a marzo, los meses que corresponden al verano, cuando se abre una ventana de luz y la vida florece. El resto del año el continente blanco es un vasto desierto de aguas congeladas y oscuras llanuras de nieve.

pingüino de la especie papua en la Antártida
© Miguel Ángel Vicente de Vera

Inicio de la expedición

Punta Arenas es una ciudad muy agradable, que merece la pena visitar: casas unifamiliares pintadas de colores con techos a dos aguas, calles limpias y bien aseadas, un pequeño centro histórico con museos y plazas para pasear y una la rica gastronomía magallánica, con el cordero asado y la centolla como buques insignia. El otro puerto desde donde salen este tipo de expediciones es Ushuahia, en Argentina. El factor determinante que hizo que me decidiera por Punta Arenas es la proximidad del Parque Nacional Torres del Paine, a mi parecer el más hermoso de Sudamérica, pero eso es otra historia. Existe también la posibilidad de ir a la Antártida en avión, hasta la isla Rey Jorge, pero no lo recomiendo, porque no hay hoteles y tampoco ningún tipo de transporte a otras islas.

Partimos de noche. El cielo estaba maquillado de un azul índigo. Desde la zona de mando del barco se podía contemplar la gran llanura patagónica, que permite ver varios kilómetros de extensión. En pocas horas nos enfrentaríamos a nuestra primera gran aventura, atravesar el Paso de Drake, un tramo de unos 800 kilómetros que separa el continente americano de la Antártida. Es conocido por su rudeza, por sus aguas bravas, fruto del encuentro de las corrientes del Atlántico y el Pacífico. Pero no hay que preocuparse, los barcos son muy grandes y estables, el nuestro tenía 90 metros de eslora.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

El paralelo 60

Para llegar a los confines de la Tierra se necesita un poco de paciencia, concretamente dos días. El crucero alberga un bar, zonas de juego, gimnasio y espacios para relajarse y pasar el tiempo.  A través de los altavoces anuncian que hemos atravesado el paralelo 60, línea que marca el inicio de los territorios de la Antártida. Una gran alegría se apodera de todos, la sensación es similar a cuando atraviesas la línea del Ecuador, sientes que estás siendo partícipe de una gran empresa. Al cabo de unas horas aparecen los primeros islotes. No son muy grandes, de color negruzco y coronados de nieve. Aparecen ballenas jorobadas, rorcuales, con un poco de suerte podremos ver orcas. El festín de la naturaleza acaba de comenzar.

El tercer día llegamos al archipiélago de las Shetland del Sur, donde transcurrirá nuestro viaje de 11 días. Hay otros que tienen una duración de tres semanas e incluso un mes. Viajar a la Antártida no es barato. El abastecimiento de alimentos, el combustible, los equipamientos, la ropa polar, todo es muy caro. Un precio estándar de dos semanas para este tipo de crucero ronda los 10.000 euros. Las agencias turísticas ofrecen a menudo ofertas de Last Minute, con descuentos de hasta un 30%.

Muchas personas pueden tener ciertos prejuicios con la cuestión del impacto ambiental; gracias al Tratado Antártico, el organismo que regula el continente blanco, existen unos férreos protocolos ambientales. No se puede dejar ni una bolsa de basura en la Antártida, está terminantemente prohibido. Los accesos a las islas también están muy regulados. Solo se visitan algunos lugares puntuales por senderos acondicionados, y siempre acompañados por guías. Finalmente, el impacto turístico anual es de unos 60.000 visitantes, una cifra irrelevante comparada con -por citar un ejemplo- los cerca de 14 millones de turistas que visitan Mallorca.

paisaje antártico con glaciares
© Miguel Ángel Vicente de Vera

Paisaje lunar

Al adentrarte en los dominios del archipiélago de las Shetland de Sur lo primero que ves son islas cubiertas por un inmenso manto de nieve, protegidas por glaciares milenarios de 30 y 40 metros en forma de acantilados. Nada más verlos el corazón te da un vuelco, no hay palabras para describirlo, parece un escenario irreal que hubiera sido concebido por un colosal escultor. El silencio que reina magnifica la experiencia, todo se cubre de un halo sagrado. Cada cierto tiempo se escucha una suerte de cañonazo. Un nuevo trozo de glaciar que cayó al mar.

La primera visita fue a la isla Barrientos, una pingüinera de más de 10.000 individuos de las especies barbijo y papúa. Contemplarlos en su escenario natural es una experiencia asombrosa. Están básicamente por todas partes: corretean por la orilla de la playa, nadan en la bahía para luego salir disparados del mar como hombres bala, descansan tumbados boca abajo… Al ser la época de reproducción hay muchísimos polluelos mudando su plumaje, dejando bajo de sí un enorme manto de plumas blancas. Bienvenidos al reino de los pingüinos.

una colonia de pingüinos en la isla de barientos en la Antártida
© Miguel Ángel Vicente de Vera

Desembarco en el continente

El barco realizó una parada en el continente donde visitamos colonias de elefantes y lobos marinos en una pequeña bahía. El paisaje es similar al del resto de las islas, con grandes acantilados de nieves milenarias.

El elefante marino es uno de los grandes monarcas antárticos. Los machos pueden llegar a pesar hasta 3.500 kilos, mientras que las hembras tan solo alcanzan los 900 kilos, se trata del mayor dimorfismo sexual entre los mamíferos. Su orondo cuerpo está repleto de grasa, en tierra se mueven con torpeza, como si fueran un colosal gusano, pero en el agua se transforman grandes nadadores. Lo que más sorprende en los machos es su nariz retráctil, que con los años va creciendo otorgándoles un aspecto burlón.

Poder estar a tan solo unos metros de ellos es otra experiencia de esas que se quedan para siempre en la memoria. Son muy mansos, conscientes de que no tienen ningún depredador. Puedes escuchar su ronca respiración. Les gusta descansar en las orillas de las playas de arena negra volcánica, sobre algún lecho de algas rojas, porque en la Antártida no existen los árboles, ni arbustos, ni flores. Tan solo algas, líquenes y musgos.

En esta parte del planeta el clima cambia radicalmente. En invierno las temperaturas descienden hasta los menos 85 grados en el territorio continental, y unos menos 40 grados en las islas. En verano el tiempo es agradable, entre menos 10 y 5 grados centígrados. En este periodo del año existen muchas horas de luz solar, desde las 5:30 de la mañana hasta las 22:00 es de día. En los meses de julio y agosto la oscuridad es total durante las 24 horas.

elefante marino posa en una playa de la Antártida
© Miguel Ángel Vicente de Vera

En la Antártida también hay aves, sobre todo petreles y skúas, aves carroñeras similares a una gaviota, pero más grandes. Si te acercas al territorio de las skúas no dudarán en atacarte a través de un vuelo rasante sobre la cabeza. En la isla Robert pudimos ver la foca de Weddell, de color gris con piel moteada con manchas negras. Es muy también muy dócil, acostumbran a buscar lugares alejados sobre planchas de hielo para dedicarse la mayor parte del día al dolce far niente.

Los días transcurren muy rápidos, entre glaciares que flotan a la deriva, pingüinos, focas, ballenas acróbatas, elefantes marinos, fortalezas de hielo, jornadas que parecen no terminar nunca, un repentino eclipse solar y noches de las que brotan miles de estrellas que casi se pueden acariciar. Una realidad que parece no responder a la lógica de nuestro mundo, como si todo estuviera bajo el influjo de un hechizo del Sueño de una noche de verano antártico.