Publicada en Soho

La vida eterna de Laura pende de un hilo. Su familia piensa que le quedan muy pocas horas de vida. El  hijo decide que es el momento de llamar al Servicio Sacerdotal Nocturno para que un sacerdote marque sobre la frente de su madre la ‘santa cruz’, y así su alma pueda descansar en paz ‘en el reino de los cielos’.

Son las 22:40 e n el interior de la  Basílica del Voto Nacional de Quito.  En la sacristía el Padre Pedro Indacochea prepara una taza de café, mientras ordena la bolsa donde guarda los objetos para ofrecer la extremaunción. A su lado, Juan Carlos Guevara, uno de los voluntarios del servicio, está sentado frente al teléfono esperando alguna llamada de auxilio. Se aburre y comienza a ordenar unos papeles. Queda toda la noche por delante y no hay nada que hacer.

A unas pocas cuadras de allí, en el hospital Carlos Andrade Marín, se encuentra Laura. Lleva cinco días inconsciente. Tiene 96 años y permanece con vida gracias a una máquina que le suministra oxígeno. Su larga y extenuada silueta yace sobre una de las camas. Apenas se vislumbra su ajado rostro, cubierto por  una mascarilla. Durante años trabajó como enfermera en el mismo centro de salud donde ahora languidece.

Para amenizar la espera, -el servicio opera hasta las 6:00 de la mañana-, el clérigo muestra decenas de fotografías de los seis años que permaneció en la República Centroafricana como misionero. “Hay algunas un poco duras”, advierte.

Entre las escenas costumbristas donde no faltan monos mirando a la cámara, mercados populares y centros misioneros, se cuelan aleatoriamente imágenes ‘del horror’: montones de cuerpos calcinados en la entrada de una iglesia, cadáveres apilados en los márgenes de las carreteras, un raquítico niño sin vida y muertos, muchos muertos.

“Enterraba cada día a unas dos personas.  El país vive una guerra terrible, hay un gran caos de grupos rebeldes e islamistas pagados por ‘Al Qaeda’, que están en contra del gobierno. También hay muchas muertes  a causa del sida”, explica sin inmutarse, pasando las fotos como si fuesen cromos.

La habitación en la que se encuentra Laura es sencilla. Sobre un velador descansa una imagen de La Virgen María. Del suero caen gotas que recuerdan los granos de un reloj de arena cuyo tiempo se extingue. La acompañan su nieto, su nuera y su hijo, quien efectúa la llamada al servicio de extremaunción.

A las 23:15 suena el teléfono en la capilla. Juan Carlos mira al Padre Pedro, respira hondo y levanta el auricular. “Buenas noches, Servicio Sacerdotal nocturno”, tras intercambiar unas palabras mira de nuevo al Padre Pedro asintiendo con la cabeza con entusiasmo. Tienen un servicio. No hay tiempo que perder. El sacerdote agarra la bolsa y revisa de nuevo que lleva todo lo necesario, Juan Carlos toma las llaves del carro y salen disparados. En las afueras de la Basílica el frío es seco y cortante.

El Servicio Sacerdotal Nocturno solo opera en dos países: Argentina y Ecuador. Comenzó hace 60 años en la ciudad argentina de Córdoba. En Quito funciona desde junio de 2013. Opera desde las 22:00 hasta las 6:00 los 365 días del año. Es totalmente gratuito. Actualmente cuenta con 15 sacerdotes y 70 voluntarios, llamados guardianes, que trabajan en turnos.

“Hay veces que no llama nadie, otras veces una o dos personas, nunca se sabe. Hemos tenido suerte. En diez meses de voluntariado esta es la primera vez que acompaño a un Padre al servicio, siempre me quedaba en la sacristía atendiendo el teléfono”, dice Juan Carlos, mientras conduce velozmente por las desérticas calles de la ciudad, con la urgencia del que está a punto de salvar un alma.

A su lado, de copiloto, se encuentra el Padre Pedro. Guarda su bolsa sobre las rodillas. Está tranquilo y sonriente, con la certeza del que ha sido encomendado para realizar una misión. Nació en  Guayaquil hace 39 años. De estatura media, cuerpo robusto y tez morena. Sus pequeños y vívidos ojos se esconden tras unos lentes. Lleva la cabeza totalmente  rapada, una costumbre que adquirió en la República Centroafricana. Pertenece a los combonianos, una orden fundada por el italiano Daniel Comboni, el primer obispo de África Central.

Durante su estancia en el país africano se dedicó a evangelizar a musulmanes y a tareas humanitarias. “Realizaba evangelización activa. Llevábamos la palabra de Dios a  países donde no ha llegado el cristianismo. Aprendíamos su lengua y sus costumbres para introducirnos en su cultura. También construimos iglesias, centros sanitarios y escuelas”, recuerda.

El Andrade Marín no se encuentra muy lejos de la Basílica. Apenas hay tráfico. Estaciona el carro frente a la puerta de entrada. Juan Carlos está un tanto inquieto, “en varias ocasiones no nos han dejado entrar a los hospitales públicos, en los privados no hay problema. Vamos a ver cómo nos va aquí”, explica.

Unos metros después de la recepción hay un control de seguridad flanqueado por  dos guardias de seguridad. “Hola buenas noches, venimos a visitar a una paciente para darle el sacramento de la extremaunción”, les comenta el misionero. Los guardias de seguridad se miran con incredulidad. Por unos instantes la salvación del alma de Laura corre un gran peligro.

Efectivamente, no les hace ninguna gracia que unas personas aparezcan a media noche, sin avisar, explicando que van a dar los santos óleos a un paciente. Además el religioso no viste el hábito. Tras unos segundos que parecen eternos uno de ellos toma la iniciativa y les dice: “¿Vienen a rezar, no?” Los dos contestan al unísono con un rotundo sí.  “Bien, pasen”, les responde uno de los guardias con fingido desinterés.

Los caminos de Laura y del Padre Pedro están a punto de encontrarse. “Es en la tercera planta, al fondo del pasillo. Nos espera el nieto”, dice Juan Carlos visiblemente excitado. Suben rápidamente por las escaleras. La atmósfera del hospital está prendida de un olor tan típico como indescriptible: una mezcla de cloro y desinfectante diametralmente opuesta  a cualquier atisbo de vida.

Al final del pasillo de la tercera planta se vislumbra la luz que proviene de  una puerta entreabierta. Sólo se escucha el sonido de las pisadas de los ‘salvadores de almas’. Efectivamente les espera el nieto, un joven de unos 20 años. En su cuello cuelga una cruz de plata. El Padre entra con determinación en la habitación. Saluda cariñosamente  a los familiares. Juan Carlos se queda detrás de él, junto a la puerta, en un segundo plano.

A continuación se dirige a Laura, que permanece inmóvil y ausente en la cama. La mira a los ojos con ternura y  le dice con voz clara: “Hola Laura. Ya estamos aquí. Hemos venido para rezar contigo y  darte el sacramento de la vida eterna”. Los familiares asienten emocionados.

Del interior de la bolsa  negra extrae una caja de plástico rectangular en la que guarda  un pequeño cilindro metálico donde se encuentran los santos óleos,  un aceite de oliva virgen consagrado en Jueves Santo por el obispo de Quito en la llamada misa Crismal. En otro recipiente de plástico reposa el agua bendita. También saca la  estola, una tela que utilizan los sacerdotes para las celebraciones litúrgicas que se coloca en el cuello. Los allí presentes atienden con expectación esta  ancestral ceremonia.

El último elemento de este ‘botiquín de almas’ es el viático, -del latín vía, significa camino, o ayuda para el viaje-, una hostia  que se administra a los moribundos como alimento espiritual antes de abandonar la vida terrenal. Sólo se dispone a las personas que se encuentran en un estado  de conciencia lúcido. A Laura no se le ofrece debido a su estado de inconsciencia.

Ahora sí comienza el ‘último’ de los ritos, el sacramento que eximirá a Laura del desierto del Purgatorio y le perdonará, como indican las Santas Escrituras, todos los pecados mortales, según el credo católico. Es la ‘autopista’ directa hacia los cielos: “Señor, ten piedad, Cristo ten piedad, Señor ten piedad, Cristo óyenos. Cristo escúchanos. Dios, Padre celestial ten piedad de todos nosotros”. El sacerdote reza en voz alta y serena un Padre Nuestro seguido de diez Ave Marías. Todos los allí presentes le acompañan con los brazos abiertos y con las manos mirando al cielo. Más allá del rezo el silencio resulta atronador.

El religioso prosigue: “Aunque no lo parezca, Laura puede escucharnos y vernos. No nos ve con los ojos, sino con el alma”, explica dirigiéndose a la familia. Ahora se aproxima a ella y le habla mientras le marca con aceite la cruz cristiana en la frente, el pecho y las muñecas.  “Laura, aquí estoy junto a tu familia, gente que te quiere, que te aprecia. Ahora te vamos a preparar para que recibas al Señor”.

Al cabo de unos instantes Laura emite un estertor que proviene de algún ignoto lugar. Parece que quiere decir algo. Balancea levemente su tórax, en lo que para ella es un titánico movimiento para de nuevo volver a su estado inicial. Sus familiares se miran atónitos, mientras que el rostro del Padre Pedro muestra una serena satisfacción, como si supiera desde un primer momento que iba a volver por un instante para despedirse de los suyos.

“La muerte no existe, es sólo una transformación. Las personas que están a punto de abandonar su cuerpo lo perciben todo. Por eso debemos hablarles en voz alta y clara. Para ellos es muy importante despedirse de este mundo en paz. Es por  eso que muchas veces aguantan agónicamente hasta que se pueden despedir de sus seres amados”, reflexiona el sacerdote en voz alta.

El servicio ha finalizado. Todos están profundamente emocionados.  Sus rostros son la plena expresión de la gratitud. Abrazan al Padre. Le dan de nuevo las gracias. “Queríamos darle una contribución por su ayuda”. El sacerdote les responde que no, que es totalmente gratuito y les pide por último que se pongan de rodilla frente a Laura y le pidan perdón. “Ella lo percibirá y le darán la paz que necesita para la última partida”.

Con la satisfacción del  trabajo bien realizado Juan Carlos y el Padre Pedro abandonan el hospital. En la misma planta, cerca de las escaleras, les espera otro guardia de seguridad: “Padre, yo quisiera ayudarles, creo que realizan un gran servicio a la comunidad. Estoy seguro que si tuvieran conocimiento del servicio que ofrecen mucha más gente les llamaría”. Acuerdan que el día siguiente Juan Carlos le llevará unos afiches para colocarlos en el centro sanitario..

Las calles siguen igual de desoladas. Es la 1:20 de la madrugada. Laura y Pedro ya no se volverán a encontrar, al menos en ‘este mundo’. Encienden el carro y se dirigen de nuevo al centro de operaciones. Juan Carlos está contento. “Todo ha ido muy bien. Ha sido una experiencia única”. El misionero asiente con la cabeza: “Los sacerdotes tenemos encomendada una tarea bien especial, llevar el alma a Dios en nombre de la iglesia”.

Al cabo de unos minutos están de nuevo en la Basílica. En la capilla del Inmaculado Corazón de María  tres mujeres con el rostro cubierto por una túnica blanca transparente rezan frente al altar, aferradas a un rosario y a una Biblia de bolsillo. Han encendido un incensario que empapa la atmósfera de solemnidad. “Venimos dos veces al mes durante toda la noche para orar por nuestras familias, por nuestros amigos, por los cristianos del mundo”, comenta una de ellas.

Las beatas pertenecen a un grupo de oración, ya que ésta, junto a la del Batán y a la de La Florida, es una de las tres capillas de Adoración Perpetua  que existen en Quito. Aquí los feligreses más devotos organizan grupos de oración para rezar las 24 horas del día durante todos los días del año.

El Padre Pedro se retira a una habitación donde hay una cama para descansar. Juan Carlos coge un cuaderno donde se registran todos los servicios realizados hasta la fecha. Es  grande y con las tapas de color rojo. Recuerda al libro  de entradas y salidas de un hotel, con la diferencia de que en éste solo hay entradas.  En sus páginas aparecen los nombres  de cientos de personas que en su último aliento también quisieron encomendarse a los brazos de la fe católica. El teléfono ya no volvió a sonar, pero Laura ya obtuvo el descanso de la vida eterna.

 

 

 

 

 

 

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