Publicado en Mundo Diners
“En esta escalera encontraron muerto a un interno italiano, estaba colgado del cuello por una cuerda. En un primer momento parecía que era un suicidio, pero en realidad fue un asesinato. Los reclusos utilizaban una técnica similar a la de un ahorcamiento para que la policía jamás buscara a los responsables”, explica con cierta desgana el doctor en psicología Oscar Ortiz, quien trabajó durante 26 años en el ex Penal García Moreno.
Este es uno de los muchos episodios que edificaron la leyenda negra de esta cárcel, clausurada el 30 de abril de 2014. La falta de recursos y de personal, junto al exceso de convictos -fue concebida para 200 personas y llegó a albergar hasta 1600-, fueron las principales razones de su desalojo final.
La prisión, inaugurada a mediados de 1875, alberga varios lugares comunes del género de terror: se encuentra en la parte alta de San Roque, donde convergen paradójicamente los barrios de La Libertad y El Placer. Drogadictos, alcohólicos y personajes sombríos deambulando sin rumbo concreto son habituales de la zona. Por la noche mejor no caminar por allí. Sus muros exteriores son de un color gris plomizo, coronados por alambres de púas. En la entrada la imagen de un Cristo agónico y sangrante brinda una premonitoria bienvenida.
Un insólito acontecimiento hace de la ex penitenciaría un lugar único en el universo carcelario: las celdas permanecen intactas, exactamente de la misma manera que las dejaron los reclusos tras el masivo traslado a la nueva cárcel de Latacunga. Hoy las puertas de la antigua cárcel siguen abiertas para que la ciudadanía pueda conocer la manera en la que transcurrían las vidas de sus habitantes y que, según recuerdan los guías, reflexionen sobre la importancia del concepto de libertad. Además se exhibe una muestra fotográfica en la que aparecen imágenes de sus 139 años de servicio a la ciudad.
Ropa interior, cartas, libros –la Biblia es sin lugar a dudas el mayor ‘best seller’– restos de comida y bebida, imágenes de mujeres voluptuosas junto a carros deportivos o productos de higiene aparecen abandonados en las celdas, provocando una sensación de naufragio nuclear, de transitar por un barco fantasma.
El presidio fue diseñado por Thomas Reed, un conocido arquitecto inglés, especializado en este tipo de construcciones. La estructura del penal es de forma de estrella de cinco puntas, arquitectura carcelaria típica de finales del XIX. En su epicentro se encuentra el panóptico (que significa lugar desde el que todo se ve), una torre que ofrece a los guardias de seguridad una visión de 360 grados. De allí nacen cinco pabellones de dos pisos cada uno, donde se encuentran las celdas que estaban divididas por temáticas delictivas o según el estatus económico o social de los reos.
Originalmente contaba con una piscina que funcionó durante 110 años, hasta 1985, año en el que se realizó la última gran remodelación del penal, y fue tapada para siempre. Justo allí se construyó una ampliación del Pabellón D, además de un pequeño edificio que albergaba la Unidad de Pacientes Psiquiátricos, también llamada Clínica de Conducta.
Las celdas tienen una dimensión de 7,6 metros cuadrados. Fueron concebidas para dos personas, sin embargo llegaron a alojar hasta 18 reclusos cada una. En uno de los laterales se encuentran dos camas, una sobre la otra, con la bases de cemento. “Se tuvieron que hacer así porque era bastante habitual que la persona privada de libertad -esa es la manera técnica que acostumbra a usar el doctor para referirse a los presos- de la parte de abajo acuchillara al de arriba mientras descansaba”, añade. Al fondo se encuentra un espartano escusado y un lavabo. Nada más.
Muchos de estos pequeños habitáculos están abandonados, otros todavía mantienen dobles techos de madera y paredes embaldosadas, detalles que revelan cuál era el estatus del reo. En gran parte de las celdas aparecen escritos los nombres de personas amadas, de amigos, de los mismos presos, recuerdos que persisten como testigos mudos de un tiempo para el olvido.
En una de las celdas cuelga de la pared una fotografía de una pareja de aspecto europeo. Esta inocente imagen esconde un secreto: tras ella se encuentra un agujero donde un recluso escondía objetos prohibidos, como drogas o armas. También hay cartas dirigidas a un abogado, un libro en inglés y fotos de vehículos deportivos de alta gama. En la cama descansa con desolación el dibujo hecho con un lápiz de un niño, posiblemente su hijo.
La sobre población de convictos transformó un espacio dedicado a priori a la reinserción social en uno de los lugares más peligrosos de la capital. Narcotraficantes, asesinos, pederastas y delincuentes paseaban con total libertad por cada uno de los cinco pabellones. Uno de los casos más sonados, según recuerda el doctor, fue la presencia del famoso narcotraficante ecuatoriano Oscar Caranqui. Sus fiestas eran antológicas; fruto de su devoción religiosa organizó en una ocasión un gran banquete en honor al Niño Dios, para el que contrató a célebres artistas ecuatorianos, y donde no faltaron el alcohol, las drogas y las prostitutas.
Por supuesto que los reclusos con más recursos económicos como Caranqui disfrutaban de todos los beneficios imaginables como videojuegos, televisión por cable, refrigeradora, servicios de guardia personal, ropa de marca y acceso a todo tipo de sustancias ilegales. En el propio penal se destilaba el alcohol que provenía de las frutas que introducían las visitas. Finalmente la cárcel se convirtió en un lugar seguro y protegido desde donde las bandas podían orquestar sus negocios ilegales.
El Pabellón B era el más violento de todos, donde se encontraban los culpables de violaciones y homicidios. Aquí vivió Pedro Alonso López (Ipiales, 1948), el famoso ‘Monstruo de los Andes’. Este asesino en serie confesó haber violado y matado a más de 300 niñas y jóvenes entre Colombia, Ecuador y Perú.
El doctor Ortiz, es de estatura media y de piel tostada, con fino bigote y lentes. Se pasea por este ‘museo de los horrores’ sin inmutarse, como si evocara anécdotas familiares: “a Pedro Alonso López yo lo conocí muy bien. Era uno de los reclusos que más educados y correctos del penal. Nunca tuvo problemas con nadie. Lo trasladaron a Colombia en 1998 a un psiquiátrico, pero luego lo soltaron. A día de hoy nada se sabe de él, está en paradero desconocido”.
Entre los reos más conocidos del García Moreno también se encontraba el colombiano Daniel Camargo Barbosa (Andes colombianos 1930 – Quito 1994), también llamado ‘la Bestia de los Manglares’, quien fue condenado a 16 años, después de admitir la culpabilidad de 71 asesinatos y violaciones. Lo mató otro recluso, Giovanny Arcesio Noguera Jaramillo, el 13 de noviembre de 1994. Noguera era el sobrino de una de sus víctimas.
Otro ilustre morador fue Dante Reyes Moreno (Muisne, 1947- Quito 2013), el famoso ‘Cuentero de Muisne’, conocido por su ingenio como estafador. Entre sus timos más memorables destacan haber vendido a una pareja suiza la Torre del Reloj del malecón Simón Bolívar de Guayaquil, o hacerse pasar por el hijo del presidente de Costa Rica para alojarse en hoteles de lujo, y codearse con lo más granado de la sociedad. Quizás su empresa más extravagante aconteció cuando obtuvo la gerencia de una gran empresa bananera al asegurar que él era el mismísimo Dante Makoto Chim Bolo, un conocido empresario japonés. Estas fechorías le llevaron a la cárcel en varias ocasiones, donde permaneció un total 24 años.
En el García Moreno era un personaje muy querido, Ortiz lo recuerda como “un señor muy educado y culto. Todos lo respetaban”. A pesar de ello también fue rápidamente conocido por sus fugas. El 11 de agosto de 1993 se escapó del penal por la mismísima puerta principal, gracias a un disfraz de sacerdote. Antes de salir ofreció una eucaristía a los reos. En otra ocasión se fugó disfrazado de basurero y una tercera muy recordada lo hizo con el hábito de una monja, quien se lo prestó con el pretexto de que tenía que visitar a su madre que se encontraba muy enferma.
El Pabellón D era el más heterogéneo de todos. El delito que primaba era el robo y el tráfico de drogas. Aquí vivieron desde grandes traficantes hasta personas con pocos recursos económicos condenadas por consumo. La planta baja está presidida por dos mesas de billar. Los familiares de un preso se las facilitaron para que las pudiera alquilar y así obtener algo de dinero, porque la integridad física también tenía un precio: era el llamado ‘arreglo’. Este consistía en una paga mensual que los reclusos entregaban a las bandas que controlaban el penal para evitar que les pegaran o les extorsionaran. Es por esa razón que proliferaron una gran cantidad de pequeños negocios dentro de esta sociedad penitenciaria como peluquerías, tiendas o pequeños restaurantes.
Mientras recorremos los pabellones en los que hasta hace poco rebosaban cientos de personas Ortiz reflexiona en voz alta: “las cárceles de todo el mundo, son como sociedades a pequeña escala. Con personas ricas y poderosas, otras humildes y sencillas; hay intelectuales, deportistas, historias de amor y de desamor, celos y luchas de poder”.
En el presidio los asesinatos estaban a la orden del día, quedando impunes la gran mayoría de ellos. Los más brutales estaban vinculados a disputas sentimentales, y los que ocurrían entre reos homosexuales eran de los más atroces, según evoca el doctor: “había una pareja homosexual; ocurrió que un recluso se enamoró de uno de ellos. Continuamente intentaba seducirlo para conquistarlo. La pareja tomó la decisión de llamarlo a la celda, y cuando estuvo dentro, lo mataron a puñaladas. Como no sabían qué hacer con él lo descuartizaron con un cuchillo. A continuación lavaron los trozos del muerto y los introdujeron en fundas de plástico. A la hora del conteo esa persona no aparecía, y todos pensaron que se había fugado. Al día siguiente vieron una de las bolsas de sangre chorreaba sangre. La abrieron y dentro estaba la cabeza y un pie. Yo lo vi con mis propios ojos”.
Las penas de privación de libertad de los reclusos fueron ampliándose con el paso del tiempo. Al principio el máximo eran 25 años, luego pasaron a 35 hasta llegar a 40. Esta realidad produjo que muchos de los reclusos tuvieran la certeza de que jamás saldrían del penal. Entonces se convertían en los llamados ‘come muertos’, personas que a cambio de dinero se atribuían asesinatos que no habían cometido, ya que las nuevas condenas no afectaban a su pena. También existían los ‘pasadores’, quienes cobraban por encontrar a la persona que buscaban los visitantes o los ‘polillas’, que eran los parias, aquellos rechazados por la mayoría de los reclusos por su extrema falta de recursos económicos.
La celda más visitada es la número 13 del Pabellón E. Justo allí asesinaron al general Eloy Alfaro. La historia nos recuerda que fue el cochero José Cevallos, quien junto a un grupo de exaltados -entre los que se encontraban prostitutas, ladrones y una muchedumbre bajo los efectos del alcohol- , accedieron a su interior para asestarle un porrazo en la cabeza y luego rematarlo con el disparo de escopeta. El general fue lanzado al piso inferior y desde allí una turba enardecida lo descuartizó y lo arrastró hasta la plaza de El Ejido, donde finalmente lo quemaron. El intelectual quiteño Cristóbal Gangotena, quien estuvo presente en esta barbarie, lo relató así: “La cabeza parecía tener triturados todos los huesos del cráneo, de tal manera que temblaba como una bolsa de gelatina: mil años viviré que no olvidaré nunca lo que he visto”.
Pero este tan solo fue uno de los varios políticos que pasaron por el presidio: Mariano Suárez Veintimilla, Carlos Julio Arosemena Monroy, Assad Bucaram y un joven León Febres Cordero fueron algunos de ellos. También ocurrió con funcionarios de menor rango, como los militares que intervinieron en el conocido ‘Taurazo’. El último de los presidentes cuyos huesos recalaron en la penitenciaría fue Lucio Gutiérrez, quien permaneció dos meses antes de ser trasladado a la Cárcel Número 4 de Quito.
En el recorrido por las malogradas instalaciones Ortiz comenta como era el día a día de los reclusos. La actividad comenzaba a las 6:00, con el conteo matutino; se servía el desayuno, un vaso de colada. Desde las 9:00 hasta medio día se abrían los pabellones. Acto seguido se entregaba el almuerzo, que era siempre el mismo: arroz, cereales y sopa (solo los lunes y viernes comían pollo o pescado). A las 13:00 se abrían de nuevo las puertas, y los reclusos podían salir a los espacios comunes. Alrededor de las 16:30 recibían la cena, una porción de arroz con fríjoles o lentejas y un vaso de té, se contaban los presos y a las 21:00 se cerraban las celdas.
Despojados de sus antiguos habitantes, los corredores emanan una sensación de soledad y desamparo absoluto. Al final de la primera planta del Pabellón B se encuentra la llamada ‘celda de Lucifer’. No se permite la entrada, porque dicen que varias personas experimentaron un impacto tan fuerte que vomitaron al entrar en ella. Es oscura y apenas entra un pequeño haz de luz por un ventanuco, las paredes están rayadas y ennegrecidas. No hay rastro de objetos domésticos, ni restos de ropa, ni de vida. Al referirse a ella en la boca del doctor Ortiz se vislumbra una misteriosa mueca: “En el penal se realizaban ritos satánicos y güijas. Aquí encontraron una noche a cinco reclusos echando espuma por la boca. Aseguraban que en el transcurso de un ritual de misa negra Lucifer se les apareció”.
A pesar de esta lúgubre realidad, el Gobierno de Rafael Correa tiene pensado transformar el penal en un hotel de lujo, para potenciar el turismo y el empleo de la zona, siguiendo el modelo del hotel Liberty de Boston (EE.UU), que anteriormente fue la prisión más importante de la capital del estado de Massachusetts.
Celda tras celda, pasillo tras pasillo vamos saliendo del ex penal García Moreno. La última puerta está blindada y posee un grosor extraordinario. Es justo en este umbral donde convergen dos realidades, la de los libres y la de los presos. De nuevo el reencuentro con un insolente sol que deslumbra la retina, además de una extraña pesadez parece que se hubiera adherido al alma.