Publicada en Vice
Las razones por las cuales uno decide atravesar el Océano Pacífico en una pequeña embarcación a vela no responden a principios lógicos. De eso te cercioras cuando explicas tus intenciones a familiares y amigos, y todos te miran con un una mueca a medio camino entre la perplejidad y la pena. ¿Por qué lo hice yo? Porque me fascina la posibilidad de transformarme en un pirata y conquistar islas remotas, vivir una gran aventura alejada de las manidas guías de viajes y sentir la adrenalina impulsando mi riego sanguíneo, mientras los vientos alisios me acarician el rostro. Quiero ver con mis propios ojos la Polinesia, ese lugar cuya sola mención evoca la idea del paraíso, la tierra que el pintor impresionista Paul Gauguin eligió para dibujar escenas del Edén para luego desaparecer del mundo. No me rendiré hasta poner una flor en su tumba.
Los preparativos
No tengo barco, ni tampoco un título náutico y mi presupuesto es de mochilero, pero esos pequeños inconvenientes no impidieron que lograra mi sueño. Durante años hice auto stop por diferentes partes del mundo; por tanto, me propuse a hacer barco stop, si es que tal cosa existe. Luego de investigar en las redes, encontré la página www.findacrew.com, que pone en contacto a propietarios de embarcaciones con aspirantes a grumete. Sorprendentemente no hace falta experiencia. Ocurre que muchos capitanes viajan solos o en pareja, y necesitan un poco de ayuda a bordo. La mayoría no exige compensación económica, más allá de compartir los gastos de comida: es tan solo un intercambio de compañía y colaboración. Algunos piden algo de dinero a cambio, pero no suele ser más de 10/20 dólares por día y persona.
Luego de varios intentos frustrados me contacté con Reinhard, un alemán que estaba dando la vuelta al mundo en un catamarán. Se encontraba en ese momento en Panamá, rumbo a la Polinesia Francesa. Allí pasará unas semanas en las islas Galápagos (que quedan justo en la ruta) para hacer acopio de provisiones, descansar y conocer el hermoso archipiélago. Acordamos día y hora para el encuentro, viajamos en avión desde Quito.
El catamarán está fondeado en la bahía de Puerto Ayora, la capital de Santa Cruz. Reinhard es un alemán de cincuenta y un años, complexión atlética y una media melena rubia que le da un aspecto juvenil; tiene unos ojos azules que parecen estar en permanente estado de alerta. Le acompaña Verónica, con quien comparte edad y nacionalidad, y se sumó a la aventura hace un par de semanas en Panamá. La tripulación la completa mi novia Claudia, arquitecta ecuatoriana, y su servidor, un periodista español radicado en Ecuador desde hace cuatro años.
Para hacerse una imagen de la magnitud de esta odisea, doy los datos principales: el trayecto desde las Galápagos hasta las islas Marquesas —el archipiélago más septentrional y aislado de la Polinesia Francesa—, es de 3.000 millas náuticas, unos 5.400 kilómetros. La velocidad media a la que va un embarcación a vela es de unos 7/8 kilómetros por hora, pero avanzando las 24 horas del día. Sin prisa, pero sin pausa. El tiempo de duración depende de varios factores: el tipo de embarcación, las corrientes, y, por supuesto, los vientos. Con todos los elementos a favor, tardas unos 16/17 días; en el peor de los escenarios, pueden llegar a ser 40 o más. Estimamos, si todo avanza según lo planeado, llegar en unos 20/25 días.
La manera en que se gestiona la despensa para una travesía de estas características es algo que genera mucha curiosidad. El capitán hizo una gran compra de productos no perecederos en Panamá, ya que es más barato que en Ecuador. Todos los huecos y lugares de almacenaje del barco están repletos de comida envasada: pasta, arroz, latas de tomate, de carne, leche, café, sopas instantáneas, fruta en almíbar… En las Galápagos adquirimos las frutas y verduras.
El agua es el otro gran protagonista. Llevamos un depósito de 500 litros, además de otros 300 repartidos en bidones. Algunos barcos poseen una máquina desalinizadora, que potabiliza el agua marina —que, por cierto, sabe a rayos—, pero en nuestro caso optamos por una que ya viniera pura de antemano. Limpiamos, por ejemplo, los platos con agua salada. Nos bañamos cada cinco o seis días, amarrados con una cuerda en las escalinatas del barco, primero con agua salada y el último enjuague con agua dulce. Los dientes los lavamos con un minúsculo trago de agua, usando un vaso de plástico, para controlar la cantidad que consumimos. No podíamos dilapidar ni una gota: ese es el bien más preciado en este tipo de viajes.
Diario de a bordo
1ª jornada, 26 de abril
Zarpamos de la isla Isabela el 26 de abril de 2016, luego de haber pasado dos semanas en este alucinante santuario de animales. Llamo a mi madre, le recuerdo que la quiero mucho y le digo que si en un mes no doy señales de vida, puede llamar a la embajada. En mis últimos pasos sobre tierra firme sorteo iguanas negras y lobos marinos que descansan plácidamente en el muelle, ajenos a la presencia humana.
La salida está repleta de buenos augurios: los delfines realizan sus acrobacias, decenas de tortugas flotan frente a nosotros como si vinieran a despedirse. Mientras, la silueta de la isla se desvanece poco a poco a nuestras espaldas. El inglés es el idioma oficial del barco. El primer día organizamos las night watch o las vigilancias nocturnas. Nos dividimos en turnos de tres horas para que siempre alguien permanezca en el timón. Es una labor muy importante para comprobar que el rumbo y las velas estén ubicadas correctamente, y para evitar un choque con otro barco, restos flotantes o incluso alguna ballena.
2ª jornada 27 de abril
Me despierto a las 9:00. Desayuno con Claudia café y unos pancakes con plátanos y sirope en la cubierta del barco. La segunda y última comida es a las 17:00. Cocinar en alta mar es bastante pesado. Todo está en permanente movimiento, así que debes acostumbrarte a ver los platos y cubiertos moviéndose de un lado al otro de la mesa. Además tienes menos hambre; la falta de gasto energético y el constante movimiento hace que el estómago se cierre. Es una ocasión perfecta para perder algunos kilos.
Hoy no vemos animales que fotografiar, ni islas que contemplar. Aparece por primera vez la majestuosa e inquietante imagen del mar en un ángulo de 360 grados. Esta es la estampa que se repetirá día tras día: puede llegar a ser asfixiante, definitivamente no es una experiencia apta para todos los públicos.
El Runaway es un catamarán de 11 metros de eslora. Este tipo de embarcación tiene dos cascos estrechos y alargados que aportan una gran estabilidad a la navegación. En los veleros, que solo tienen uno, el vaivén es mucho más pronunciado. En el centro hay una estructura cerrada donde está la cocina, el salón y los equipos de navegación. Cada casco dispone de dos camarotes, uno en cada extremo, y un baño. En la cubierta hay una mesa y asientos protegidos por una lona. En la proa se encuentra una red en la que, cuando el oleaje no es muy fuerte, te puedes acostar.
3ª jornada, 30 de abril
Verónica grita con fuerza, y todos salimos de inmediato. Frente a nosotros hay un grupo de cinco ballenas a estribor, a unos 25 metros de distancia. Parecen ballenas jorobadas, expulsan chorros de agua y realizan acrobacias. Es un momento mágico, de los que justifican el viaje. A lo largo de la travesía vimos a varios grupos, incluso en una ocasión avistamos un enorme cachalote junto a su cría nadando muy cerca de nosotros. Catarsis total.
8ª jornada, 3 de mayo
Llevamos cuatro días sin nada de viento, avanzando únicamente por las corrientes, a una media de dos o tres kilómetros por hora. Parece que no se mueve. El ánimo de la tripulación está por los suelos. El programa náutico indica que a esta velocidad todavía nos quedan cuarenta días. La angustia me sobrecoge; leo un rato, escucho música, juego al Tetris. Me arrepiento hasta la saciedad de haber iniciado este viaje, maldigo mi suerte, mi ceguera.
Estoy hundido. Hacía tiempo que no sufría tanto. En los espacios comunes mantengo el tipo, pero en el camarote, después de cuatro días sin apenas avanzar, con mi novia vomitando todo el rato por el mareo, en medio de este monstruo de mar y sin ninguna posibilidad de retorno, caigo en un severo ataque de ansiedad. Me siento culpable. No puedo parar de repetir lo mucho que me arrepiento, me golpeo la cabeza contra la pared, no puedo respirar bien, me ahogo, me veo como el protagonista de una terrible pesadilla que yo mismo construí. Llega Claudia y pone un poco de orden a este principio de exorcismo. Enciende la música y me da una pastilla contra el mareo que me deja sumido en un estado de placidez total. Duermo profundamente más de 14 horas.
9ª jornada, 4 de mayo
Me levanto sintiéndome muy bien, en una profunda y mística paz. Estoy seguro que estas tabletas llevan algún tipo de opiáceo, como ocurre con los antidepresivos. Ante el panorama que tenemos por delante, adoptamos una nueva estrategia de supervivencia: permanecer el resto del viaje colocados. Las tomamos a diario, una luego del desayuno y media por la tarde. Pasamos el día tumbados en el camarote escuchando música, inmersos en una realidad maravillosa, donde las angustias y miedos no tienen cabida. Ocasionalmente, el capitán llama a la puerta para ver si seguimos vivos.
Pasada la primera semana es difícil saber cuánto llevas de viaje, si han pasado cinco o diez horas, si realmente avanzas o estás dando vueltas en círculos. Un límpido azul lo envuelve todo. Cielo y mar se desdoblan en un implacable desierto azul. Parece que el tiempo y el espacio se diluyen, como si estuviera preso en el interior de un cuadro de Salvador Dalí.
10ª jornada, 5 de mayo
Ya llegamos a las 1.000 millas náuticas, pero todavía queda mucho por recorrer. A última hora de la tarde escuchamos el sonido del carrete de la caña de pescar, “ñiiiiiiiii”. Tenemos visita. Reinhard recoge el hilo poco a poco para que no se parta en dos. A lo lejos, vemos el lomo plateado de un precioso atún que da brincos sobre la superficie luchando por recobrar su libertad. Tras un breve pero intenso combate acepta su fatal destino. Lo sacamos con una red y a continuación le echamos unas gotas de alcohol antiséptico en las agallas y muere de inmediato. Emana un intenso olor a mar, su piel está tersa y reluciente.
Ahora hay que limpiarlo. El proceso tiene algo de ritual. Pongo el atún sobre una tabla de madera. Utilizo un cuchillo fino y alargado para consumar el sacrificio. Primero abro el vientre con cuidado y extraigo las vísceras, que lanzo como ofrendas a los dioses del océano. Luego corto en filetes la carne. Hay sangre en el suelo y en mi pecho. Verónica, que es vegetariana, no puede ver la escena y huye a su camarote. Esa noche comí el pescado más sabroso de mi vida.
17ª jornada, 12 de mayo
Llegamos a las 2.000 millas náuticas, ya solo nos quedan 1.000. A las 12:00 retrasamos una hora los relojes por el cambio de huso horario, es la segunda vez que lo hacemos. Repetiremos el proceso al llegar a la Polinesia. El capitán nos informa que a este ritmo de viaje llegamos en seis días.
Por la noche siento unos movimientos bruscos en el barco. Me despierto, miro la hora, son las 2:40. A las 3:00 comienza mi vigilancia nocturna. Salgo a la cubierta y me encuentro con una tormenta. Llueve con fuerza, las velas suenan como si fueran latigazos. Perdemos el rumbo y comenzamos a dar vueltas.
Reinhard toma el mando, me ordena que arríe la vela mayor, nos ponemos un arnés de seguridad, sube y comienza a realizar las maniobras. Encendemos el motor para recuperar el rumbo. Es un momento verdaderamente dramático y peligroso. Todo pasa muy rápido, en la más absoluta oscuridad. Luego de treinta minutos que parecen que no van a terminar nunca, escapamos de la tormenta y aparece un cielo despejado.
Son las 4:00, todo el mundo duerme, estoy en la cubierta, agotado, sentado solo frente al timón, el silencio es total, tan solo interrumpido por el sonido de las olas que chocan contra el casco. Sobre mí están las constelaciones de Orión, la Osa Mayor, Escorpio. Parece como si casi pudiera tocarlas. Son momentos maravillosos, de absoluta plenitud. Reflexiono sobre mi vida, recuerdo a mi padre, que falleció hace poco, me maravillo por el orden cósmico, me siento tremendamente feliz por el simple hecho de estar vivo.
19ª jornada, 14 de mayo
Tengo unas enormes ganas de llegar a tierra. Lo primero que haré será llamar a mi madre, que debe estar muy preocupada. Luego quiero caminar, tocar un árbol, ver a una niña que va de la mano de su madre a la escuela, escuchar a las vendedoras de frutas que ofrecen a gritos sus productos, tomar una cerveza en un bar viendo como la vida —de nuevo—, pasa delante de mis ojos.
23ª jornada, 18 de mayo
A las 11:12 del 18 de mayo de 2016, luego de 23 días de travesía, contemplo en el horizonte una pequeña y casi imperceptible mancha de color negro y grito con todas mis fuerzas: ¡Tierraaaaaa! Acto seguido, sin ninguna explicación racional, comienzo a imitar a un chimpancé. Claudia baila y corre de un lado al otro. Nos abrazamos con fuerza. Los alemanes, fieles a su naturaleza estoica, lo celebran hacia dentro.
Sobre las 15:00 ya estamos muy cerca de la costa. Hiva Oa supera mis expectativas. Es una isla volcánica con montañas negras de afilados picos y acantilados, todo está cubierto de una tupida vegetación, como si fuera una jungla, las aguas son de color turquesa. Siento que he llegado a otro planeta. Podría parecer una licencia poética, pero es absolutamente verídico: dos familias de delfines vienen a darnos la bienvenida, saltan y juegan utilizando la corriente de la proa como si fuera un tobogán. Al fondo, como enmarcando el puerto, se asoma un arcoíris. Ya cerca de la costa respiro, después de tanto tiempo, el olor a tierra. Es una sensación única que sacude todo mi cuerpo. Quiero una cerveza, no, mejor una botella de ron. Voy a estar toda la noche bebiendo y bailando con mi novia. Ahora nos espera la Polinesia y sus cientos de islas. Me siento muy satisfecho de haber hecho un nuevo sueño realidad. Al final creo que la vida va un poco de eso.
La llegada
Fondeamos en la bahía cuando ya había anochecido, el capitán nos informa que iremos a tierra al día siguiente. Me despierta el canto de un gallo. A pesar de que tengo una severa fobia a los pájaros, en esta ocasión me parece un sonido absolutamente celestial. No me creo que pueda ver el color verde a través de la escotilla de mi camarote. Cogemos el dingui y vamos al puerto. Lo primero que hago es besar el suelo y probar eso de caminar sobre una base firme. Todo se mueve un poco.
Por el camino hacia Atuona, la capital de la Hiva Oa, nos cruzamos con personas de gran tamaño con todo su cuerpo tatuado, incluso el rostro. A pesar de su ruda apariencia, son muy dulces al hablar y les encanta tocar el ukelele. Las mujeres decoran sus cabezas con flores, algunas llevan incluso coronas. Todos nos saludan, saben que somos visitantes y se alegran de vernos, aquí llegan muy pocos turistas. No hay hoteles ni postales en el paraíso. Tan solo encontramos dos pequeñas tiendas de alimentos y un cibercafé a 5 USD la hora, y eso teniendo en cuenta que esta es una de las islas más habitadas del archipiélago. Llamamos a la familia, hay alguna que otra lágrima, hablamos atropelladamente, hay mucho que contar. Me informan que durante el trayecto falleció mi abuela Ana, de 92 años de edad.
Las vistas desde el cementerio de Atuona son espectaculares, con toda la bahía bajo nosotros. Es un lugar pequeño y sencillo, sin mausoleos ni grandes esculturas. A la entrada una placa informa que allí yacen los restos del músico belga Jacques Brel. Luego de subir dos terrazas, en una esquina —como si no quisiera molestar a nadie—, está la tumba de Paul Gauguin (1848 -1903). Es muy sencilla, con una lápida hecha de piedra con su nombre y el año en el que falleció escrito con letras blancas. Justo detrás hay un árbol del que caen unas flores blancas. Recojo algunas y las pongo a sus pies. Aquí acaba un viaje y comienza otro. Realizo una oración a mi manera y me despido: ¡Hasta siempre abuela!