Son las 9:00 de la mañana. Remuevo el azúcar en un largo café americano frente al océano Pacífico. El sol comienza a despuntar, apenas hay nubes. El día va a ser caluroso. Acompaño mi desayuno con un tigrillo, una delicia gastronómica ecuatoriana que lleva como ingredientes plátano verde majado frito, queso derretido y huevo frito. Se acompaña con ají, una salsa de pimiento rojo picante molido, cebolla, cilantro y tomate de árbol. Una verdadera delicia. El cuadro, ya de por sí de ensueño, se complementa con un detalle que construye un instante del todo imborrable. Frente a mí, a unos 300 metros de distancia, hay un grupo de unas diez ballenas jorobadas que saltan con frenesí, como si quisieran tocar el cielo. A cada tumbo la masa de agua removida es gigante, un pequeño tsunami.

Imposible aburrirse contemplando las ballenas danzando, que acuden a algunas zonas de las costas ecuatorianas entre los meses de junio y septiembre. Lo hacen junto a sus crías, para descansar en un lugar seguro y  disfrutar del clima templado. Se estima que cada año unas 400 acuden a las costas de Ecuador. Para los locales es algo casi normal, un vecino más en esta época, pero para el recién llegado es una epifanía, un prodigio de la naturaleza que nos revela la grandeza de la existencia.

Santa Marianita es –hasta ahora- mi rincón favorito de la costa ecuatoriana. Y por varias razones. Es una playa extensa y poco poblada, limpia y con arena blanca. Puedo caminar durante 30 minutos tranquilamente sin preocuparme de nada, mientras las olas se suceden. De repente aparece el cadáver de un pez globo, o un grupo de pelícanos atraviesa el horizonte, pero poco más. Es una playa todavía poco transitada, a pesar de que está a tan solo 15 minutos al sur de la ciudad de Manta. Me gusta también el entorno árido, como si fuera el escenario de una película del Far West. Si tuviera personalidad humana, sería una playa reservada,  generosa y tranquila, de la que te puedes fiar, sabes que nunca te va a traicionar.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

 

La densidad de la playa es muy baja. Hace unos años apenas había tres o cuatro hoteles, hoy debe haber unos 10, pero siguen siendo pocos para una playa de cuatro kilómetros de extensión. Esta última visita encontré mi lugar: el Hotel Rishuo. Había leído buenos comentarios en Booking, y las fotos se veían hermosas, no era excesivamente caro, así que tomé la decisión, del todo acertada. Lo que me determinó a visitar fue que está a pie de playa, poder disfrutar de una cerveza mientras huelo y saboreo el mar, estar rodeados de barcas y redes de marineros le da un aire muy auténtico. Cuando almorcé y probé su gastronomía quedé para siempre cautivado. El mejor pulpo al ajillo que he probado en mi vida, unos camarones exquisitos, todo hecho con esmero y productos de primera calidad.

Es un hotel amplio, con habitaciones modernas y espaciosas, tan solo tiene dos años, todo se encuentra en perfecto estado. Tiene una terraza con hamacas que te invitan al más puro hedonismo, y una amplia piscina donde refrescarse. Es el camino que debe llevar la hotelería en Ecuador: buen producto, buenas instalaciones y buen servicio. Pero lo que más me cautivó fue la familia propietaria: Jaime, su esposa y su hijo Stéfano. Pudimos hablar largo con Jaime, que tiene una gran experiencia en hotelería y servicios. Es lo que se dice en España “un personaje”: aficionado al parapente, al mar, nos contaba las mil y una anécdotas de sus viajes por los cielos, como cuando tomaba fruta fresca a cientos de metros de altura en la más absoluta soledad y era “el hombre más feliz del mundo”. Su hijo es un experimentado kitesurfero que ama sobre toda las cosas vivir frente al mar. Una experiencia hotelera de tres noches en el Hotel Rishuo de esas que no se olvidan. Volveré,  de eso estoy seguro.

El entorno de Santa Marianita es otro de sus puntos fuertes. La zona es árida y soleada, pero a tan solo 20 minutos en vehículo, está la Reserva Natural de Pacocha, uno de los últimos fragmentos del chocó ecuatoriano en la costa Pacífico– Se trata de uno de los ecosistemas de mayor biodiversidad, pero que lamentablemente ha ido desapareciendo por la acción del hombre. Al adentrarte en este lugar público, con caminos autoguiados y presencia de guías del gobierno, parece que te sumerges en la selva. Llueve persistentemente una fina lluvia, la vegetación es densa y selvática, habitan familias de monos aulladores y capuchinos, también hay tucanes, búhos, serpientes, armadillos e incluso jaguares. Te puedes imaginar jaguares frente a la costa del Pacífico! Esas cosas que solo ocurren en Ecuador. Es un lugar de verdad mágico, que nadie que vaya a la zona se debería perder.

Lo mágico de Santa Marianita es que si de repente tienes ganas de vida urbana, de ruido, de noche loca, pues tienes Manta a la vuelta de la esquina. Una ciudad que ha crecido en los últimos años y que tiene una amplia oferta gastronómica y de ocio. Y tan solo 15 minutos que los puedes recorrer en taxi, Uber o tu propio vehículo. Todo fácil y barato.

Y se me olvidaba, lo que para muchos es lo más importante. Santa Marianita es un lugar de peregrinaje para los amantes del kitesurf. Su geografía compone un escenario perfecto para la práctica de este divertido deporte. De hecho es el único sitio oficial donde hacer un curso de kite surf en el país. Si eres avanzado en este deporte o apenas quieres descubrirlo, Santa Marianita te ofrece una larga temporada de vientos perfectos para, armado con una tabla y una cometa, conectarte con la experiencia casi mística, en la que se combinan en harmonía los elementos, para, como si se tratara de un milagro, deslizarte sobre el mar, y con algo de suerte, saltar en tu tabla junto a una ballena jorobada.