Publicado en Mundo Diners
La mañana está nublada, pero ese pequeño inconveniente no va a desmotivar a Daniela. Hoy va a enfrentarse a una insólita tarea que muy pocas personas en el planeta han experimentado: contar los pingüinos que residen en Barrientos, una pequeña isla de la Antártida ubicada a una milla y media de la isla Greenwich, donde está ubicada la estación científica ecuatoriana Pedro Vicente Maldonado. Se calcula que en toda la superficie habitan unos 8.000 individuos de las especies barbijo y papúa. En su estudio abarcará un tercio del territorio, donde se concentran la mayor parte de estos simpáticos animales.
El trayecto en bote de goma dura unos 15 minutos, a través de aguas azul plomizo donde es fácil avistar ballenas. En el último tramo se comienza a ver en la orilla pequeñas formas ovaladas que se intuyen cabezas. Son cientos y están por todas partes; caminan con su torpe y gracioso movimiento oscilante, descansan sobre el piso tumbados boca bajo, se reúnen en grupos –como si conversaran sobre algún asunto de vital importancia- o salen disparados del mar a modo de hombre bala.
Para el conteo Daniela tiene la ayuda de otros cinco investigadores. Dividen el terreno en sectores; deben anotar los adultos y las crías de cada una de las dos especies. Los papúas poseen un pico naranja, son un poco más pequeños y rechonchos, con una mancha blanca en la cabeza. Los barbijos son más estilizados: tienen el pico negro y alargado y una raya horizontal bajo los ojos a modo de maquillaje. Desde la playa se asciende a una colina que lleva directamente al otro lado de la isla. En las zonas más elevadas residen enormes grupos de más de 200 individuos, que gritan sin cesar una suerte de cacareo roto. El refrán de “la unión hace la fuerza” adquiere en este contexto todo su esplendor; un pingüino es un ser adorable, del todo inofensivo, pero estar rodeado de más de 2.000 llega a ser inquietante. También influye el olor, mejor dicho, el hedor producido por toneladas de excrementos. La pestilencia de una pingüinera –una mezcla de huevos podridos y estiércol- es una experiencia inolvidable.
Tras varias horas de trabajo quedan registrados poco más de 4.000 individuos. Estas cifras se cotejarán con las de años anteriores para entender el impacto del hombre sobre el medio, ya que Barrientos es una de las principales paradas de los cruceros turísticos. La quiteña Daniela Cajiao posee una maestría en gestión ambiental y actualmente cursa un doctorado de ecología en la Universidad Autónoma de Madrid. Partiendo del exitoso plan de manejo de las islas Galápagos, -que realizó junto a la Universidad San Francisco de Quito-, actualmente desarrolla un proyecto integral de gestión turística, que en un futuro no muy lejano será aplicado en toda la Antártida.
El Tratado Antártico
Este es uno de los numerosos proyectos científicos (también hay cultivo de microorganismos, tratamientos de residuos, evolución de glaciares para medir el cambio climático) que integran la XXII Expedición del Ecuador a la Antártida. A pesar de que una gran parte de la población lo desconoce, desde 1987 Ecuador forma parte del Tratado Antártico, organismo que regula la gestión e intereses del continente blanco. Ese mismo año, el primero de diciembre, partió desde Guayaquil la primera expedición ecuatoriana a bordo del buque Orión. En enero de 1988 la Armada del Ecuador inauguró el primer refugio en la isla Rey Jorge, y en marzo de 1990 hizo lo propio con la Estación Científica Pedro Vicente Maldonado, ubicada en la isla Greenwich, que forma parte del archipiélago de las islas Shetland del Sur, a unos 900 kilómetros al sur de Punta Arenas, Chile.
En el primer cuarto del siglo XX comenzaron algunos reclamos territoriales. Para ordenar y legislar esta situación 12 países, entre los que se encontraban Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia, Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Chile y Argentina, firmaron en 1959 el Tratado Antártico. Dicho texto destinaba el uso de la Antártida exclusivamente a fines pacíficos, quedaban prohibidas las prácticas militares, se promovía la investigación científica y se congelaban las reclamaciones territoriales.
Hay un detalle del todo relevante en la presencia del Ecuador. De los 53 países que a día de hoy forman parte del Tratado, tan solo 29 son consultivos, es decir, tienen plenos derechos. Con un simple voto pueden vetar cualquier propuesta o petición. Desde 1990 Ecuador es uno de ellos. Además de pertenecer a este selecto grupo, no debemos obviar otras cuestiones: en la Antártida se encuentra el 70% de las reservas mundiales de agua dulce, uno de los recursos que van a escasear en un futuro no muy lejano, a lo que se suma una gran presencia de petróleo, metales y minerales.
Una Indiana Jones española
A pesar de que no le gusta el personaje a la doctora española en arqueología Beatriz Fajardo la llaman cariñosamente Indiana Jones. Su campo de trabajo es muy ambicioso: demostrar que los primeros pobladores de América no llegaron únicamente por el Estrecho de Bering, al norte del continente americano, sino que también lo hicieron a través de la Antártida. Desde el día de su llegada recorre con entusiasmo el territorio en busca de pruebas antrópicas, restos de actividad humana.
Hoy visita la isla Dee, muy cerca de Barrientos. El día es luminoso, pero el sol nunca se llega a ver, está tamizado por una leve niebla que rodea la isla, una situación que acontece a menudo. Las jornadas son largas, amanece a las 5:30 y oscurece a las 22:00. En los meses de invierno, julio y agosto, la penumbra abarca todas las horas del día.
En la playa descansan plácidamente un grupo de elefantes marinos, una de las grandes criaturas de la Antártida, los machos llegan a pesar 3.000kg. A pesar de nuestra presencia, apenas se inmutan. Tienen un rostro grotesco, con un enorme cuerpo rebosante de grasa, unas aletas muy pequeñas y una nariz retráctil que recuerda a la de un elefante, de ahí su nombre. Más allá de su apariencia, tras sus ojos se vislumbra el ser vivo, que te ausculta, te indaga e intenta descifrarte, tal como nosotros lo hacemos con ellos. Está acompañado por varios lobos marinos, más pequeños, oscuros y gruñones, similares a los que habitan en las Galápagos.
Luego de dos horas de recorrer la isla, Beatriz se topa con una roca blanca que contrasta con el resto; saca un martillo de su mochila y extrae un pedazo. Mientras camina por una de las cimas reflexiona en voz alta: “Los primeros vestigios arqueológicos de Bering no superan los 14.500 años, en cambio en los del cono sur las dataciones más conservadoras superan los 15.000 años, por lo que la evidencia arqueológica no casa con la teoría predominante. Yo defiendo que por el Estrecho de Bering no se produjo ni la primera ni la única migración, ya que existieron poblamientos en Australia desde hace 65.000 años, cuando este continente no estaba unido al continente asiático, por lo que probablemente tenían habilidades náuticas y conexiones marítimas”.
Paisaje lunar antártico
La vida en la Estación Científica Pedro Vicente Maldonado se asemeja a un panal de abejas. Cada uno de los 31 integrantes de la expedición (13 científicos y 18 militares y efectivos de apoyo logístico) tiene asignada una tarea que conoce y realiza con precisión de cirujano. La jornada comienza a las 6:45 con el Toque de Diana. A través de un sistema de altavoces los rancheros del día (dos expedicionarios que de manera rotativa se encargan de servir las tres comidas y limpiar los espacios comunes) hacen sonar alguna canción para que los compañeros retornen del mundo de Morfeo. Metallica, Radiohead o reggaetón sonaron para tal cometido. A las 7:15 se sirve el desayuno. Siempre hay café y jugo acompañado de hamburguesa, arepa o sánduche. El recalentado tampoco puede faltar. A las 8:00 todo el mundo está trabajando. Los científicos salen en el bote a recoger muestras o bien acuden al laboratorio, los militares y servidores públicos trabajan en la construcción del nuevo módulo.
A las 12:15 es el almuerzo. Los chefs Oscar y Adrián se esmeran en cocinar suculentos platos con la inconfundible sazón ecuatoriana: ceviches de camarón y pulpo, caldo de patas, fritada o guatita…A las 14:00 todos reanudan su trabajo hasta las 18:30, cuando retornan exhaustos para darse una ducha, cenar y disfrutar de un tiempo de ocio en el que ven películas, juegan a cartas o charlan amistosamente. Sobre las 23:00 todo el mundo está en sus camarotes. El domingo es el día libre.
La base científica dispone de 4 módulos: laboratorio, cuarto de botes y otros dos para los camarotes, baños, salón y cocina, además de una moderna planta de tratamiento de residuos. El 100% de la basura es gestionada, una parte se recicla en la estación y el resto se devuelve vía marítima al continente. Los módulos son rectangulares, de ocho metros de alto, construidos con placas metálicas y aislantes térmicos. En esta expedición se levantaron las estructuras del quinto módulo, que albergará el módulo de Mando y Control. Toda la estampa, junto al desolado paisaje y los expedicionarios cubiertos de arriba abajo con trajes impermeables, gorros y gafas polares recuerda a un paisaje lunar.
El principal personaje de la escenografía antártica es el glaciar. Llegan a tener 3 y 4 kilómetros de profundidad y abarcan enormes extensiones de superficie. En las costas estos témpanos milenarios se asemejan a murallas infranqueables de hielo. Cada cierto tiempo se escucha un cañonazo, ronco y estremecedor. Un nuevo trozo cayó al mar. La vegetación en la Antártida se reduce a musgo, algas y líquenes. La presencia de árboles tan solo está presente a través de madera fosilizada. En las islas el piso está compuesto de tierra negra y piedras ovaladas por el efecto de la erosión. La vida animal tan solo es posible en la ventana que va de diciembre a marzo, los meses que corresponden al verano. El resto del año es un continente fantasmagórico y desolado.
Un perfecto engranaje
Resulta admirable lo bien que articulada que está la expedición, como si fuera un perfecto engranaje: los baños siempre impolutos, los camarotes perfectamente acondicionados, las zonas comunales ordenadas, ni rastro de basura en las inmediaciones de la base. Nada de esto sería tan reseñable si tenemos en cuenta las condiciones adversas y extremas de la expedición: aislamiento total del resto del mundo durante más de un mes, imposibilidad de acceso a las redes sociales ni internet, temperaturas de hasta menos 20 grados y vientos de 80 kilómetros por hora.
Gran parte del éxito se debe al líder de la expedición, el comandante Julio Ortiz Melo, ingeniero mecánico. Ha participado en misiones para la ONU en Sudán y dirigió durante 10 años los astilleros de la Armada en Guayaquil. Actualmente es el subdirector de la Dirección General de Educación de la Armada. Combina magistralmente un extraordinario carácter y altas dosis vitalidad -que contagia al resto de los expedicionarios-, con una gran capacidad resolutiva, algo crucial en un contexto antártico radical. Para hacerse una idea: nunca hasta la fecha la estación había estado al 100% operativa (generadores, electricidad, agua caliente, maquinaria) en menos de 24 horas. Su mano derecha, el capitán John Santamaría, licenciado en ciencias navales, es el brazo ejecutor, la persona que despliega toda la estrategia. Su actividad es incesante, está al corriente de todas y cada una de las actividades.
Una expedición de estas características exige un año de preparación logística. En esta ocasión el responsable fue el comandante Juan Carlos Proaño, director del Instituto Antártico Ecuatoriano durante tres años y miembro de cinco expediciones a lo largo de su carrera naval. De igual manera en una aventura de estas características todos los actores son cruciales: Eddy manejando la planta de reciclaje, Chevarría, O.P., Piloso, Jonathan en administración, Cronvel dirigiendo el laboratorio, Suárez, Rentería manejando los botes y así hasta contar 31.
El doctor que nació dos veces
El doctor Miguel Ángel Gualoto pasa la mayor parte del día en el laboratorio, rodeado de probetas, tubos de ensayos, productos químicos y microscopios. Está entusiasmado, perfilando los últimos trazos de un proyecto en el que lleva trabajando desde 2010: el desarrollo de unos microorganismos antárticos que tienen la capacidad de degradar y anular hidrocarburos -petróleo y sus derivados- en situaciones de derrame, algo de vital importancia para Ecuador.
Resulta inevitable percatarse de un gran implante de piel que tiene sobre su frente, como si fuera un parche. “A los 11 años sufrí un tumor cerebral que me cubría la cabeza, desde la frente hacia atrás, una masa que iba creciendo, los médicos básicamente me mandaron a morir a casa, pero mi difunto padre”, y al rememorar la figura paterna eleva el tono “no se dio por vencido y me llevó a Estados Unidos y a Cuba”. En ninguno de los dos países le dieron esperanzas, a modo de última esperanza le sugirieron la antigua URSS, quienes se comprometieron a tratarle.
Gracias a la Fuerza Aérea Ecuatoriana, donde trabajaba su padre como cocinero, le sufragaron dos boletos de avión al país por entonces comunista. Pero el destino le deparaba una mala jugada: dos días antes del vuelo su padre falleció de un infarto, por lo que canceló el vuelo. En noviembre de 1983, luego de diez años desde que apareciera el tumor, llegó a Moscú, donde fue operado de urgencia. Al salir estuvo tres semanas en coma, pudo ponerse en pie a los tres meses. Le extrajeron todos los huesos de la cara, los pómulos, la nariz, los huesos del rostro. “Yo sentía las pulsaciones del corazón en el cerebro, porque estaba al aire libre”, explica con la dignidad del que ha sido testigo del horror.
Ese año le realizaron 9 intervenciones, en total fueron 16. Estaba solo en Rusia, no hablaba el idioma. La recuperación tenía que seguir en la URSS, con revisiones y nuevas operaciones. Guaoloto no disponía de una economía para sufragar la estancia, pero el gobierno ruso le otorgó una beca académica que cubría todos sus gastos. Finalmente estuvo 9 años, tiempo en el que llegó a obtener su doctorado en bioquímica.
La piel de la frente se la extrajeron de un costado del estómago, se la trasplantaron primero a la parte superior de la muñeca -donde tienen una enorme cicatriz-, y luego directamente a la cabeza. “Estuve dos meses con el brazo enyesado y con la mano literalmente cosida a la cabeza, fue horrible”, y parece que en sus palabras resuenan los fríos y lejanos pasillos de la clínica que durante años fue su hogar.
A pesar del verdadero calvario que vivió durante más de 20 años hoy en día el doctor Gualoto es una persona que rezuma alegría, casado -con una mujer rusa-, padre de tres hijos y con el honor de haber sido el primer indígena ecuatoriano en obtener un doctorado. En cuanto a la lección de vida que recibió comenta sin titubear: “aprendí a no rendirme, a no dejar de luchar por pequeña, por mínima que sea la esperanza. Te lo dice alguien que daban por muerto y que literalmente nació dos veces”.