Publicado en La Vanguardia

En 1842, tras seis interminables meses de travesía en alta mar, un joven marinero de 23 años llamado Herman Melville creyó haber encontrado el paraíso en Nuku Hiva, una isla del archipiélago de las Marquesas. Según luego escribió, al llegar un grupo de mujeres polinesias se aproximó nadando al buque ballenero Acushnet, como si fueran sirenas. El que años más tarde firmaría la célebre novela Moby Dick desertó del navío, y durante cuatro meses convivió con los nativos de la isla. Toda esa experiencia la plasmó en Typee , su primera obra, que en aquella época gozó de un gran éxito internacional.

Este relato, que evoca las costumbres, tradiciones y creencias de los marquesinos, ayudó a construir la leyenda de un paraíso en los mares del Pacífico Sur. Luego, ávidos de aventuras, llegaron otros muchos más: Robert Louis Stevenson, Jack London, Jaques Brel o su habitante más ilustre, el pintor postimpresionista francés Paul Gaugin.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Hiva Oa, el último refugio de Gauguin

Hiva Oa fue el último refugio de Gauguin. La isla, como el resto del archipiélago, está formada por piedra negra volcánica. El paisaje costero ofrece un relieve escarpado con acantilados de varios cientos de metros de altura rematados por una tupida selva. Desde la lejanía se compone un escenario misterioso y fascinante.

En el pequeño cementerio de la localidad de Atuona descansan los restos del pintor, sobre una colina, con unas privilegiadas vistas de la bahía. Nada más entrar aparece la lápida del músico belga Jaques Brel. Hay que subir algunas terrazas, y en un rincón, como si no quisiera molestar, está la sencilla tumba de Gauguin: Está compuesta de piedras negras, con el nombre y la fecha de su deceso (1903) escrita con pintura blanca bajo el cobijo de un árbol y decorada con flores.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Atuona, la antigua capital de las Marquesas, posee unos 1.800 habitantes. Allí encontramos tres supermercados, un banco y algún que otro bar. En el resto de las poblaciones del archipiélago, a excepción de Nuku Hiva, tan solo albergan algunos cientos de vecinos, una oficina de correos, una pequeña tienda de alimentos y una iglesia, nada más. No hay ópticas, ni tiendas de ropa, ni clínicas, ni locales de ocio, ni por supuesto conexión a internet. Ahí radica su encanto.

La oferta hotelera es limitada, con la presencia de unos pocos hoteles de lujo en las islas principales. Por el contrario, las puertas de la casa de un marquesino siempre están abiertas. Apenas existe el turismo mochilero. Los que visitan las Marquesas suelen llegar en avión desde Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, en la isla de Tahití. También llegan yates de lujo y un crucero cada dos semanas.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

La otra opción está únicamente reservada para los intrépidos navegantes, que osan atravesar el océano Pacífico en barcos de vela desde Panamá o las islas Galápagos, en un viaje de más de 5.000 kilómetros y varias semanas de duración. Cada año, entre los meses de febrero y mayo, unos 400 veleros realizan esta travesía, tal y como hizo el periodista que esto escribe, pero eso es otra historia.

Gauguin llegó por primera vez a Tahití en 1891, escapando de “todo lo que es artificial y convencional”. Se instaló a las afueras de Papeete, donde construyó una casa de estilo tradicional. Volvió puntualmente a París, para presentar su trabajo en distintas exposiciones. El hallazgo de una colección de tazones y armas con grabados de las Marquesas le fascinó hasta tal punto que decidió mudarse al mismo lugar donde se crearon. Se estableció en Atuona el 16 de septiembre de 1901. Allí pasó su tiempo dibujando algunas de sus pinturas más famosas entre las que destacan Niña con abanicoHombre de marquesas en capa roja Jinetes en la playa.

Construyó una casa que bautizó como Maison de Jouir (La casa del placer). Fueron unos años agitados, con problemas económicos y enfrentándose a gendarmes y curas por defender los derechos de los indígenas. Falleció el 8 de mayo de 1903, de un repentino ataque al corazón. Los historiadores barajan la hipótesis que pudo ser debido a una accidental sobredosis de morfina, que usaba para paliar los dolores crónicos que le producía la sífilis. Tenía 54 años. A día de hoy se puede visitar un pequeño centro cultural dedicado a su figura justo en el terreno donde transcurrieron sus últimos años.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Fatu Hiva, una isla anclada en el tiempo

A 75 kilómetros de Hiva Oa emerge Fatu Hiva, la más meridional de las Marquesas. Su historia está vinculada a otro famoso personaje, en este caso el aventurero y escritor noruego Thor Heyerdahl (Larvik, Noruega, 1914 – Andora, Italia, 2002), quien protagonizó en 1947 la expedición Kon-Tiki, un viaje en una balsa de madera desde Perú hasta la Polinesia Francesa con el fin de demostrar que los pueblos precolombinos colonizaron Oceanía vía marítima.

En 1936, el autor y su esposa decidieron escapar de la civilización y retornar a una vida en armonía con la naturaleza. Durante un año y medio permanecieron en Fatu Hiva, recopilando muestras para un estudio de la Universidad de Oslo. Fue en ese tiempo donde se gestó la idea de una de las últimas grandes aventuras del siglo XX.

Actualmente Fatu Hiva mantiene gran parte de esa atmósfera indómita. En toda la isla viven unas 800 personas, repartidas entre Hanavave y Omoa. La llegada en barco (es la única manera de acceder a la isla, debido a su escarpada geografía no posee aeropuerto) es apoteósica, con unas formaciones rocosas estrechas y alargadas que reciben el nombre de Bahía de las Vírgenes.

Todo lo que aparece en el horizonte emana un aire pintoresco que evoca un tiempo remoto: paseos rodeados de una densa vegetación tropical, vestigios arqueológicos de civilizaciones perdidas, un caballo trotando por la playa, niños haciendo surf en la orilla.

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El hecho de que se trate del archipiélago más alejado de un continente del planeta ha permitido a sus pobladores cierto aislamiento, y una vida al margen de la vertiginosa velocidad de nuestra era. Para hacerse una idea el archipiélago de las Marquesas consta de 14 islas principales, seis de ellas habitadas. Según el último censo de 2017 en total viven 9.346 personas. La mayoría de las poblaciones tienen tan solo algunos cientos de habitantes. El archipiélago se encuentra a 1.400 kilómetros al norte de distancia de Tahití.

Hospitalidad polinésica

Para los marquesinos la hospitalidad forma parte de su identidad. Si te cruzas con cualquiera de ellos indudablemente te saludarán con un sonoro Ia ora na, que significa buenos días. También es posible que lo hagan en francés, lengua oficial de la Polinesia Francesa. Sus casas, rectangulares, pintadas de colores y precedidas por un florido jardín, permanecen siempre con las puertas abiertas. El autostop forma parte de su día a día. Cualquier vehículo que te vea con el dedo en alto parará, abrirá la puerta y preguntará muy cortésmente a dónde te diriges.

Los habitantes de las Marquesas son altos y corpulentos, muchos llevan largas melenas y prácticamente todos van tatuados, pero no a la manera tradicional europea -un tatuaje en alguna parte puntual del cuerpo-, sino todo el cuerpo, incluso la cara. Al principio impone respeto, pero no hay que dejarse llevar por las apariencias. Tras esos inmensos y decorados cuerpos se esconde una población extremadamente amistosa y cortés.

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Si permaneces algún tiempo en estas islas seguro que tarde o temprano algún vecino aparecerá con una corona de flores, te la colocará sobre la cabeza y te invitará a su casa a comer. Las flores son un tema aparte en la Polinesia. Su exuberante selva tropical, muy fértil gracias al suelo de origen volcánico muy rico en nutrientes, produce una gran variedad: gardenias, jazmines, hibisco, buganvillas y especialmente la tiaré tahití. Esta flor blanca con pétalos en forma de hélice, símbolo del país, emana un olor frutal que cautiva de inmediato, sin lugar a dudas, el aroma de la Polinesia.

Con la comida pasa algo similar: si ves una gallina silvestre caminando por una carretera los vecinos te invitarán a que la caces y hagas con ella un rico caldo. Esto se aplica con los peces e incluso los cerdos silvestres, que viven en las montañas. Son públicos y el que los coja se los puede comer. Lo mismo ocurre con las frutas: exquisitos plátanos, toronjas, cocos, pomelos… Todos crecen en abundancia y tan solo hay que estirar los brazos para hacerse con uno de ellos.

Paisajes de los confines del mundo

Seguramente lo más sorprendente de estas islas es su rica cultura. Un ejemplo son los Tikis, esculturas de gran tamaño con formas humanas talladas en bloques de piedra. Representan a espíritus, algunos son benignos y otros malignos. Sus grandes ojos muestran la sabiduría y su abultada cabeza, el poder. También encontramos antiguos centros ceremoniales, que revelan el esplendor que antaño vivieron estas tierras.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

La danza es una de sus máximas expresiones culturales. Los hombres bailan de una manera agresiva, con los ojos desorbitados y marcando con sus brazos movimientos bruscos (recuerda a los hakas maoríes), mientas que las mujeres lo hacen de una manera muy sensual, en ocasiones con los pechos al descubierto, tapados tímidamente por un collar de flores. Estos bailes están ligados a aspectos de la vida cotidiana, los mitos y leyendas, ya que hasta la llegada de los europeos no disponían de escritura. La danza está acompañada por varios instrumentos de percusión, como el tambor, el toere o el pahu, que marcan un ritmo marcial y desenfrenado.

Una experiencia imperdible consiste en asistir un domingo a una misa polinesia, uno de los eventos principales de la comunidad. Los marquesinos se visten con sus mejores galas, se colocan sus más esplendorosas coronas de flores y acuden a esta sincrética liturgia. El apogeo llega cuando cantan, y los salmos católicos se funden con los cánticos ancestrales polinesios, melodías que elevan el alma hacia un incierto lugar. Son momentos como este donde todo el sacrificio y el empeño para llegar a uno de los lugares más recónditos del planeta adquiere pleno sentido.

© Miguel Ángel Vicente de Vera