Publicado en Condé Nast Traveler

En la calle principal de Tikehau suena la canción más dulce que jamás he escuchado. De inmediato quedo cautivado, como Ulises con el cántico de las sirenas. Se trata de una voz suave y aterciopelada, que canta una letra en tahitiano acompañada por las notas de un pequeño ukelele.

Proviene de una chica joven, de unos 20 años, con la piel tostada por el sol y el pelo largo y trigueño. Se llama Hereiti. Canta para ella, no hay nadie en varios metros a la redonda. Está descalza, sentada bajo el porche de una casa de color azul.

Tras unas sonrisas y las pertinentes presentaciones nos explica en francés que se trata de una canción que compuso ella misma, habla sobre la belleza de su isla. El estribillo dice: “nunca te abandonaré Tikehau, siempre estás en mi corazón”.

Ella es consciente de que vive en uno de los lugares más remotos y hermosos del planeta, donde en tan solo 10 minutos en moto aparece su particular Finisterre, pero parece tremendamente feliz.

playa al atardecer en Tuamotu
© Miguel Ángel Vicente de Vera

Nunca ha visto la nieve, ni un tren, ni un rascacielos, la ciudad más grande que ha visitado es Papeete, la capital de la Polinesia Francesa, de unos 100.000 habitantes, pero no le interesa. “Solo voy por obligación, no me gusta, la gente está triste y estresada”, responde sin titubear.

Hereiti es uno de los 565 habitantes censados en el atolón de Tikehau, que forma parte del archipiélago de las Tuamotu, en la Polinesia Francesa.

Muchos se preguntarán qué es un atolón. Pues bien, se trata de un conjunto de islas coralinas alargadas y estrechas que forman entre ellas una estructura circular, con una laguna en su interior. Este extraño fenómeno acontece cuando un arrecife de coral comienza a crecer sobre la circunferencia del cráter de un volcán sumergido.

La gran mayoría están en el océano Pacífico ( Tuamutu, islas Marshall, Kiribati y Tuvalu ) y en el océano Índico ( Maldivas y Seychelles ), además de unos pocos en el Caribe de Colombia y Venezuela.

Rumbo al paraíso

Llegar al archipiélago más alejado de un continente del planeta no es fácil, pero con un poco de paciencia sí que se puede. Desde Madrid Air France vuela semanalmente vía Los Ángeles a Papeete. Desde allí hay varios vuelos con Air Tahiti Nui a las principales islas de las Tuamotu.

La otra opción, tan solo reservada para los espíritus más aventureros, consiste en atravesar el océano Pacífico a vela desde Panamá o las islas Galápagos, en una travesía de más de 5.500 kilómetros. Para esta opción se necesitan altas dosis de paciencia y tiempo, ya que tiene una duración de unas tres semanas, en mi caso fueron 23 días.

Playa con mar cristalino en Tuamotu
© Miguel Ángel Vicente de Vera

Ok, estamos en el paraíso ¿y ahora qué? No hay discotecas, ni bares de moda en azoteas, ni brunchs, ni tardeos. A esta situación debemos responder con el efectivo e incontestable back to the roots, reencontrarnos con el Robinson Crusoe que todos llevamos dentro.

Es fácil hacer amistad con los lugareños, Hereiti y sus amigas nos invitan a un picnic en torno a una sencilla casa de madera en una plantación de cocos. Nos muestran cómo pelar un coco a machetazos (no apto para principiantes) , nos inician en los misterios de las danzas tahitianas, e incluso aprendemos cómo hacer una corona de flores.

Villas flotantes en Rangiora

Rangiroa es uno de los mayores atolones del mundo, con 1.640 kilómetros cuadrados de superficie y una laguna de 79 kilómetros de largo. Está poblada por unos 2.500 habitantes.

Aquí encontramos más facilidades: supermercados, restaurantes, algún que otro local de fiesta y los famosos over water bungalows, idílicas cabañas que parecen levitar sobre aguas cristalinas.

El Resort Kia Ora es el más famoso. Todo en él rezuma elegancia y sencillez: habitaciones con piscina privada, jacuzzis, zonas de recreo con el césped recién cortado, hamacas a pie de playa y bares donde probar la pesca del día.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Es una experiencia para los bolsillos solventes, pero siempre queda la oportunidad de beber un daiquiri en su bar, mientras suena la voz de Yves Montand en un entorno digno de El Gran Gatsby.

No te puedes ir de Rangiroa sin visitar una granja de cultivo de perlas negras. Son mundialmente conocidas por su calidad y singularidad.

Los granjeros explican con la mejor de sus sonrisas que ellos mismos colocan una minúscula porción de arena en el interior de la ostra para que la perla se produzca naturalmente.

En realidad, se trata de un mecanismo de defensa –que dura entre dos y cinco años–, en el que la ostra libera carbonato de calcio para recubrir y atrapar al ente invasor.

Este proceso también acontece de manera natural, pero tan solo una de cada 200.000 veces, así que mejor optar por la perla cultivada.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

La principal materia prima –y base de su economía junto a las perlas– de las Tuamotu son las palmeras, de las que obtienen usos muy variados. En su dieta abundan los platos y postres cocinados con coco, las hojas de la palmera sirven para hacer faldas, coronas, techos y cobertizos, pero sobre todo extraen el aceite de coco.

La mayoría de los troncos están rodeados por una lámina metálica, para evitar que los cangrejos suban a comer sus frutos. Cuando están maduros, los pelan y los dejan secar al sol para finalmente enviarlos a Tahití, donde se produce el famoso aceite de Monoi.

Se trata de una loción hidratante y tonificante a base de aceite de coco macerado con distintas flores, la más cotizada es la Tiaré tahití, de cautivador aroma y pétalos en forma de hélice blancos y amarillos. Suele adornar las cabelleras de mujeres, y además es la flor nacional.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

El paraíso submarino de Ahe

Este atolón de tan solo 12 kilómetros cuadrados y menos de 500 habitantes merece la pena ser visitado. Es tan pequeño que casi puedes ir saltando de una isla a otra, como si estuvieras dentro de un videojuego de Moana.

Más allá de sus playas de arena de marfil y sus aguas turquesas, Ahe es un paraíso para el buceo. Tan solo hay que lanzarse en la zona adecuada y dejarse llevar por las corrientes submarinas para ver un gran número de t iburones, rayas, tortugas y peces tropicales.

Más allá de todos estos escenarios de ensueño lo que más calará en tu corazón es la única e incomparable hospitalidad polinésica. Son conscientes de lo aislados que viven, y de la dificultad que implica llegar a su hogar.

Es por eso que todos los vecinos te tratarán con la mayor cordialidad; te invitarán a sus casas, te cocinarán pescado, te llevarán en piragua, te enseñarán a tocar el ukelele, te coronarán la cabeza con flores y te regalarán su tiempo, a pesar de que saben que seguramente nunca volverás.

Si algún día vas a Tikehau, no te olvides de preguntar por Hereiti, allí tienes una nueva amiga.

© Miguel Ángel Vicente de Vera