Publicado en la revista Ling

Madrid. Noche de San Juan. La retina  a 24 revoluciones por segundo. El corazón ávido de emociones. Una enorme tela blanca a modo de pantalla que se alzaba como la vela de un barco encallado, le recordaba las sesiones de cine que durante las vacaciones de su  juventud disfrutaba en un remoto pueblo de Mallorca. Una leve brisa estival invitaba a la ensoñación. La vida fluía entre las sillas de plástico, que ejercían de butacas de quita y pon, una madre repartía con paciencia a sus hijos bocadillos empaquetados en papel albal, un grupo de jóvenes comentaban en corrillo la última película que había realizado el afamado director, detrás una incipiente pareja se acurrucaban como una madeja en las zonas más despobladas de lustroso  cine de verano. Y él la buscaba entre la multitud, como un acomodador deslumbrado. Le quedaba muy poco tiempo antes de  que el primer fotograma de la película guillotinase la esperanza de poder verla de nuevo para atravesar el muro del anonimato.

Esta es una de las muchas estampas que han podido tener lugar en el transcurso de las veladas del cine de verano, o cine a la fresca, como se le viene llamando. Es una tradición muy Mediterránea que durante varios lustros estuvo ausente y que  ha vuelto con fuerza. La Comunidad de Madrid ofrece a lo largo de este  verano la posibilidad  gozar de esta experiencia con más de 43 largometrajes nacionales y extranjeros que estarán repartidos en  38 municipios de la Comunidad.

Además, el cine de verano es una excusa para socializarse porque que el perfil Mediterráneo, oblicuo y voluptuoso, goza del roce, del encuentro,  ya sea  fortuito o premeditado, siendo estas  liturgias sociales muy propicias para ello. Son muchas las ventajas que tiene respecto a la sesión tradicional.  La principal es la experiencia al aire libre: poder gozar de las diferentes poses de la luna, dejarse llevar por  la suave corriente de aire mientras te comes algún rico piscolabis preparado para la ocasión, o  poder con un  simple movimiento de cuello pasar de las estrellas de Hollywood a  las que salpican  la Via Láctea. Es el escenario perfecto para el desarrollo de una de una comedia de enredos  de William Shakespeare de encuentros y desencuentros, de juegos especulares, de cabezadas a ras de cielo, y de muros que se derrumban.

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