Publicado en La Vanguardia

En el aeropuerto internacional de la ciudad de Nadi soy el único al que no le espera un cartel con el nombre escrito o una lujosa furgoneta negra. Mi trasnochada mochila a la espalda me delata, el resto empujan maletas de diseño. Al principio me siento un tanto desubicado, como si fuera un sibarita aristócrata durmiendo en un polvoriento hostal en Bangkok, pero al revés. Creo que es de sobra conocidos por todos: Fiyi es un destino caro y exclusivo al alcance de pocos. Tan solo el precio del billete desde Europa puede representar el presupuesto de unas vacaciones familiares.

Además, el turismo de Fiyi ofrece fundamentalmente resorts de lujo en el modo ‘todo incluido’. En mi caso, fiel a mi naturaleza -y presupuesto- mochilero, voy a abordar el país desde otra perspectiva más terrenal, en el sentido más literal de la palabra. Como todo en esta vida, tiene sus pros y sus contras: no disfrutaré de los jacuzzis con vistas al mar, de los champús de marcas francesas y de los desayunos infinitos tipo bufet, pero quizás podré sumergirme más en la cultura local, conocer de una manera más sincera el país y vivir alguna que otra aventura, que al final se trata de eso.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Nadi, puerto marítimo al paraíso

Mi primer destino es Nadi. Esta ciudad al oeste de la isla principal de Fiyi opera como punto de salida marítima hacia los archipiélagos de Mamanuca y Yawasa, donde se concentran la gran mayoría de complejos hoteleros. Estos dos grupos de islas encarnan el non plus ultra de los destinos de lujo y playa: islas privadas con aguas cristalinas, hoteles con forma de cabañas que levitan sobre el mar, corales de arrecife rebosantes de pececitos de colores, vinos franceses y cuencos con frutas exóticas sobre una cama king size.

Antes de intentar partir hacia ese paraíso -tan cercano y a la vez tan lejano- mi novia Claudia y yo decidimos explorar Nadi. Optamos por la plataforma Couchsurfing , que te permite dormir en una vivienda local de manera gratuita. No solo por el obvio ahorro, sino también porque con esta modalidad puedes conocer la sociedad local y penetrar de inmediato en la realidad más afilada de tu destino. Nos recibe Ching Yee, una joven de nacionalidad china que trabaja en el sector del turismo y vive desde hace cuatro años en Fiyi.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Lo primero que me llama la atención es el gran número de personas de origen hindú que viven en el país. Representan el 40% de la población total, según el último censo. Fueron movilizados por los gobernantes coloniales británicos desde la India a finales del siglo XIX, para trabajar en las extensas y lucrativas plantaciones de caña de azúcar. Entablamos conversación con un taxista. A pesar de que nunca ha viajado a la India siente un profundo nexo con este país. Se expresa en hindi fiyiano, practica el hinduismo y físicamente podría ser un ciudadano de Calcuta: luce un generoso bigote, piel oscura y camisa de manga corta con corte noventero.

En Nadi hay varios templos hindúes. El más conocido es el de Sri Siva Subramaniya Temple. Se ve desde lejos, gracias a una gran torre decorada con esculturas pintadas con vivos colores. En su interior varios monjes rezan y caminan por extensos jardines rebosantes de flores.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

El mercado local y la zona franca de tiendas comerciales son los otros atractivos de la ciudad. El puerto -concebido por y para los turistas- es una moderna marina con tiendas de moda, restaurantes elegantes y una plaza donde realizan shows en directo. Nos dirigimos a la zona de venta de tickets. Primer problema: en muchas de estas islas tan solo hay resorts de 1.000 euros por persona y día. Es más, te solicitan tener la reserva efectuada para poder viajar. No nos desalentamos, siempre hay un plan B, eso es algo que cualquier aventurero no debe olvidar jamás. Luego de varias pesquisas y hablar con diferentes personas, encontramos un ferry que para en una isla donde hay un pequeño hostal a un precio más que razonable. Sin dudar nos lanzamos a esta propuesta.

El trayecto de una hora y media va dejando pasajeros en algunas islas. El espectáculo es alucinante: islas circulares que parecen haber sido diseñadas con photoshop, aguas turquesas, resorts a pie de mar, muelles de madera decorados con telas blancas de nailon y antorchas. En fin, el paraíso…

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Isla de Mana

Nuestro destino es isla de Mana, en medio del archipiélago de Mamanuca. Desde el barco debemos coger otra lancha que nos acerca a una hermosa playa de arena blanca. Frente a ella, a unos 20 metros, se levanta el Ratu Kinis Backpackers, nuestro hogar por los siguientes cinco días. Se trata de unas austeras casas prefabricadas. Detrás, en segunda línea, hay una pequeña aldea donde viven unas 100 familias. El lugar no está limpio, hay restos de plásticos y comida en los alrededores, pero las zonas del hotel y la playa están medianamente bien. Pagamos unos 60 euros por persona y día, con desayuno y actividades de ocio incluidas.

Sin lugar a dudas lo mejor está bajo el mar: cientos de metros de coral multicolor. Las playas invitan a ser conquistadas con un buen libro y una bebida fría. También puedes practicar deportes acuáticos, como esquí, windsurf o submarinismo, caminar por senderos naturales para contemplar otras playas, y ver las incomparables puestas de sol. Desde la costa se otean en la lejanía otros islotes; en el crepúsculo, durante unos instantes, todo parece estar bañado en un azul metálico imposible.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

La isla de Mana ofrece también varios resorts de lujo. Uno de ellos es famoso porque allí se filmó un programa Supervivientes, para la televisión de Reino Unido. En su interior hay caminos asfaltados que llevan a amplias cabañas con jacuzzi, todo está enmoquetado de césped, los desplazamientos son en carritos de minigolf y abundan los trabajadores equipados con uniforme de pantalón corto y polo a juego saludando y sonriendo a todo aquel que se les cruza. El lugar está muy bien cuidado y es rabiosamente fotogénico -no cabe duda-, pero las playas, el fondo marino, los paseos en barca, las excursiones y las puestas de sol son exactamente las mismas que las nuestras.

La isla de la película Náufrago

No te puedes ir de este archipiélago sin hacer una excursión. En una de ellas visitas Cloud 9, una estructura rectangular flotante en medio del mar donde hay un bar en el que sirven pizzas y combinados. En la otra viajas a la isla donde se rodó Naúfrago , la famosa película protagonizada por Tom Hanks. Optamos por esta segunda. El viaje de unos 30 minutos lo hacemos en una destartalada barca a motor que parece que forma parte de la visita, como para sumergirnos en la temática de la película. La isla es pequeña y estrecha, con arena blanca y palmeras en la orilla. Puedes ir de uno extremo al otro en 15 minutos. Algunos turistas colocaron a modo de guiño cinematográfico la palabra ‘Help’ (ayuda) con cocos secos sobre la arena y letras enormes.

Luego de unos días de practicar el dolce far niente, dedicados a estirarnos en la hamaca, bucear, pasear, leer y conversar con turistas y vecinos, retornamos a Viti Lebu, la isla principal, la más grande del país, que se extiende unos 150 kilómetros de sur a norte y 110 de este a oeste.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Pasión por el rugby

Desde Nadi viajamos en bus a Suva , la capital del país, al este de la isla. Se trata de una somnolienta ciudad costera, de no más de 200.000 habitantes. Abundan los edificios de estilo colonial inglés: construidas de madera, de dos plantas, con un porche y pintadas de colores pastel. Muchas de ellas albergan instituciones oficiales, como la casa de Gobierno, algunos ministerios o el Museo de Fiyi.

En dos días lo has visto todo. Algo que llama la atención es que las calles están sucias. Es habitual ver restos de comida, plástico y basura allá donde vayas. Nada que ver con las idílicas postales que tenemos en nuestro imaginario colectivo. Otro elemento que se repite son los campos de rugby. Es el deporte nacional, al que profesan una verdadera devoción. De hecho son una de las mejores selecciones a nivel mundial, a pesar de que el país apenas supera el millón de habitantes.

De nuevo playas de infarto, fondos marinos dignos de una novela de Julio Verne y un sentimiento de estar en lugar más recóndito del planeta

Desde Suva navegamos a la isla de Ovalau en un decadente barco carguero que transporta vehículos y contenedores. No hay ningún turista, en realidad ahora nosotros somos la atracción del barco. En primera instancia la corpulencia y las marcadas facciones de los fiyianos puede generar un poco de respeto. A esto hay que sumarle un pequeño dato sin importancia: esta nación practicó el canibalismo hasta finales del siglo XIX. Pero nada que ver con la realidad, los fiyianos son unas gentes extremadamente cordiales y amables, que buscan cualquier excusa para lanzar una carcajada al aire.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Lebuka, legendaria ciudad portuaria

Levuka es la capital de la isla Ovalau, una pequeña ciudad portuaria fundada en 1830 como estación ballenera y posteriormente transformada en puerto comercial. Antaño era un punto de encuentro de prófugos, marineros, buscavidas y algún que otro romántico ávido de aventuras. Su desvencijada calle principal Beach Street, flanqueada por casas coloniales de madera abandonadas, suelo polvoriento y aire desolado, evoca todavía esa época lejana y decadente de las narraciones de Stevenson en su famoso libro de cuentos En los mares del Sur.

Buscamos un hotel para dormir –apenas hay oferta-, cuando conocimos en la calle a Geena, una señora de unos 60 años, que nada más saber un poco nuestra historia nos invitó sin titubear a dormir a su casa, en una nueva muestra de la hospitalidad fiyiana. Allí también nos esperaba su hija y su nieta en una sencilla, pero cálida, casa colonial. Permanecimos tres días en los que pudimos construir una amistad que luego de los años todavía perdura. El día de nuestra partida coincidió con mi cumpleaños. Nuestra anfitriona se levantó a las 4:00 de la madrugada para prepararnos un pastel y un plato de estofado de pescado. Se despidió con lágrimas en los ojos.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

Seguimos conquistando islas. Ahora nos dirigimos a Leleubia, una hermosa isla privada en un entorno idílico y alojamiento a precios razonables. Ofrece cabañas amplias y bien cuidadas. Hay un bonito muelle de madera y un romántico restaurante a pie de mar. De nuevo playas de infarto, fondos marinos dignos de una novela de Julio Verne y un sentimiento de estar en lugar más recóndito del planeta.

En el complejo hotelero nos hicimos amigo de Ace Naqanaqa, uno de los lancheros. Nos dijo que vivía en una isla muy hermosa llamada Moturiki y que debíamos visitarla. Se trata de un destino que no aparece en ningún blog, ni guía de viajes, una propuesta del todo apetecible. Moturiki es una isla totalmente ajena al turismo. Es más, había sufrido hacía poco los estragos de un terrible tifón, todavía podías ver postes eléctricos derrumbados, casas hechas añicos e incluso tiendas de campaña de la Cruz Roja. Los padres de Ace nos reciben con los brazos abiertos.

© Miguel Ángel Vicente de Vera

 

A pesar de los daños del tifón, la isla es de una belleza deslumbrante. Sus habitantes viven principalmente de la agricultura y la pesca. No hay tiendas, ni centros comerciales, ni carreteras asfaltadas, ni bares. Son poblaciones rurales, que pasan la mayor parte del tiempo dedicadas a cultivar la tierra para obtener los alimentos que van a comer. En su tiempo libre juegan al voley y al fútbol. Durante cerca de una semana convivimos con ellos, pescamos juntos, exploramos la isla, cocinamos, les ayudamos en las tareas de reconstrucción y dimos clases es la escuela. De los resorts de lujo, ni nos acordamos.