Publicado en La Hora

“Sigo soñando con sangre, persecuciones y muertos hinchados en la calle”. Con esa lapidaria frase Harry Rosenberg inicia la entrevista, invocando al horror que vivió en los campos de concentración que todavía, en la noche oscura de los sueños, le siguen acechando.

Nació el 24 de julio de 1924 en Chernovitz, una ciudad ucraniana que por entonces pertenecía a Rumanía. Su padre era relojero. Tras recibir una formación académica en su ciudad natal, se muda a Bucarest para estudiar ingeniería textil. En esa época estalla la Segunda Guerra Mundial. Tras un tiempo de incertidumbre decide volver en tren a Suceava, una pequeña localidad al noroeste de Rumanía donde residían sus padres.

“Ese fue el fallo más grande de mi vida. Los nazis capturaron a cientos de personas en Suceava. A los que se quedaron en Bucarest no les pasó nada. Nos enviaron a Auschwitz para ser incinerados. En el camino pararon el tren, hicieron bajar a los jóvenes para utilizarnos como mano de obra y dejaron a los viejos, mujeres y enfermos. Nos metieron en unos vagones de animales y permanecimos dentro durante dos días dentro, sin comida ni bebida. Llegamos a Mogelof, un campo de trabajo en Ucrania”, recuerda Rosenberg desde el salón de su casa, cerca del Parque de La Carolina, al norte de Quito.

Rosenberg habla despacio y en voz baja. La edad y el peso del tiempo le dificultan llegar a esos lejanos recuerdos que desmenuza con parsimonia. Habla muy correctamente español con un acento rumano al que parece no querer renunciar. También habla alemán, inglés, hebreo, y por supuesto, rumano. Ya no puede andar y parece que toda su fuerza se concentra en su insondable mirada.

“En ese campo de trabajo permanecí unos cuatro años construyendo carreteras y extrayendo piedras de una mina. Trabajaba los siete días de la semana entre ocho y 12 horas diarias”. Al llegar a este punto, en el que tiene que rememorar terribles episodios plagados de imágenes dantescas, se queda petrificado por un instante, con sus ojos de un azul hiriente mirando hacia la ventana, desde la que se vislumbran colinas verdes. Respira hondo. A partir de ahora, la geografía de su rostro y sus gestos se retuercen con crudeza.

“Allí vi cosas horrorosas que no me gusta recordar. A veces metían a los judíos en un camión con el tubo de escape hacia dentro y los mataban a todos. Otras veces les obligaban a cavar una zanja y cuando terminaban los ponían en línea y los fusilaban.

¡Estaban cavando su propia tumba! A mí no me mataron porque era joven y fuerte. Mucha gente moría de frío y de hambre, otros se suicidaban”. A Rosenberg le salvó su fe en la vida y sus creencias religiosas. “Rezaba y siempre tenía la esperanza de que ese infierno terminaría”.

No obstante, en el día a día aparecían grietas, por donde la vida brotaba. “Allí conocí a Edith, la que sería mi mujer. Ella era mucho más joven. Vendía cigarrillos a los presos. Me enamoraré a primera vista. Teníamos encuentros secretos porque no podían vernos juntos. Luego nos separaron”.

Las terribles condiciones de trabajo en la minas de piedra amarilla hicieron que Rosenberg adquiriera una grave enfermedad en la piel. “Estuvimos meses sin bañarnos.Los piojos se metían dentro de mi piel, me puse muy mal de salud, me iban a matar como a todos los enfermos”, evoca. Pero un ángel en forma de coronel llegó para salvarlo.

Rosenberg recuerda que conoció al coronel alemán Ratmacher en Suceava, unos años atrás. “Tenía unos 50 años. Era bueno, criticaba mucho a los nazis”. Cerca de la casa de sus padres había un local donde ofrecían comida a la tropa alemana. Un día el coronel Ratmacher olió los pasteles de patata y vainilla que Gertrud, la madre de Rosenberg, preparaba. Ésta le ofreció uno, pero el coronel rehusó la invitación “porque los judíos envenenaban la comida para matar alemanes”. Gertrud le respondió: elija usted un pastel y yo me lo como primero. De allí nació una amistad entre el Coronel Ratmacher y la familia Rosenberg.

El joven Harry yacía en la enfermería semiinconsciente con una severa infección cutánea.“Sentí un golpe en el hombro y una voz que me decía: aquí no puedes quedarte, te van a matar. Era el coronel. Gracias a él me llevaron a Odessa (Ucrania), a otro campo mucho mejor. Me salvó la vida y pude abandonar ese horrible lugar donde enterraban a las personas vivas y salía sangre de la tierra”. El destino todavía les depararía sorpresas.

En 1945 Rosenberg fue liberado por los soviéticos del campo de Odessa. Inmediatamente volvió a su tierra natal y luego a Suceava. “No encontré a nadie, ni a mis padres ni a mis hermanos”. A quien sí encontró fue a Edith, la joven vendedora de cigarrillos, su amor. “Le dije que nos fuéramos a Hungría, me dijo que sí, pero teníamos que casarnos para que sus padres le dieran permiso. Nos casamos. Estuvimos ocho meses en Budapest. Allí la comunidad israelí nos acogió, nos dio de comer, nos ayudó”.

Luego se trasladaron a Viena, capital de Austria. Allí de nuevo recibieron la ayuda de la comunidad judía, que les dio comida y alojamiento. “Permanecimos un año y medio en un hospital”. La guerra había terminado y el bando alemán fue derrotado. Un día en el hospital apareció inesperado. “Vi entrar al coronel Ratmacher. Nos abrazamos fuerte y lloramos. Tenía mucha hambre. Le di alimentos y le ayudé todo lo que pude”.

En torno al año 1947 una carta cambiaría el destino del joven Rosenberg. “Una tía de mi mujer nos envió una carta con pasajes para ir a Quito, donde vivía ella. Lo pensamos un tiempo y decidimos ir a Ecuador para construir un futuro. Primero fuimos a Israel y luego a Italia, desde donde zarpamos rumbo a La Guaira, Venezuela. De allí cogimos otro barco a Ecuador”.

Entre las fotos que Rosenberg guarda en su departamento hay una que está marchita por los años. Aparecen los recién casados en el barco que les llevó hasta Venezuela. Están en la cubierta del transatlántico. Llevan ropas deportivas. Edith sonríe con ligereza, como si el fresco aire de Atlántico hubiera borrado para siempre los estragos de la guerra. Harry la coge por la cintura con dulzura. “Llegamos a principios de los 50. Ecuador me fascinó desde el primer momento. La gente era muy amable y la naturaleza fascinante. Quito era muy linda, la ciudad sólo llegaba hasta la avenida Colón, luego todo eran haciendas”.

En la capital no tuvo ningún problema en encontrar trabajo. Primero realizó venta ambulante de productos textiles, luego trabajó en una fábrica de ropa. Llegó a tener dos almacenes textiles, “uno en Guayaquil y otro en Quito, cerca del Banco Central”.

Rosenberg realizó en la capital toda su vida profesional, obtuvo la nacionalidad ecuatoriana y tuvo junto a su mujer un hijo, que hoy es médico en Quito. También tiene tres nietos que acuden puntualmente a ver a su abuelo. Nunca más volvió a Rumania. “Para qué, allí sólo me queda dolor”.