Publicada en Soho

Que 21 chicas jóvenes y guapas te chupen la polla una tras otra y que, además, te paguen es algo que está reservado para pocos elegidos. Ocurrió hace unos meses en La Primavera, cerca de Tumbaco, en uno de los conjuntos residenciales más exclusivos de la zona. Se trataba de una despedida de soltera que celebraba una chica rica quiteña.

“Fui a hacer un show de estríper. Me imaginaba que siendo ese nivel de fiesta la cosa iba a estar tranquila. Todo lo contrario. Duré con ropa cinco minutos. La novia estaba tan borracha que ni se enteró de nada. Era una mansión enorme, todo de lujo. Cuando llegué todas sus amigas estaban totalmente alcoholizadas. Me llevaron a un cuarto y me chuparon una después de otra. Fue increíble”. Quien habla es Drako. Es su nombre artístico, el que utiliza para sus shows de estríper. También trabaja como modelo, eventual presentador de televisión y acompañante, como le gusta decir. Una manera simpática de explicar que cobra por tener sexo con mujeres.

Drako es un tipo extremadamente guapo. Una suerte de Adonis griego de formas perfectamente esculpidas y rasgos teutones. Nació en Guayaquil hace 23 años, pero siempre ha vivido en Quito. De padre alemán y madre italiana, 1,80 de altura, espaldas anchas y abdominales perfectamente marcados. Tiene un rostro angelical, de suaves formas: pelo rubio, ojos verdes rasgados —que parecen ocultar algo—, pómulos marcados y labios finos. Comenzó como gigoló de manera fortuita. Una señora rusa de 49 años le pidió su número de teléfono para hacer en principio un trabajo de modelo. Fue a buscarlo con un Mercedes-Benz y lo llevó a un restaurante en el que ofrecían encuentros de citas rápidas. Allí lo esperaba otra mujer, la que sería su primera clienta, también rondaba los 50. Luego de hacerle saber que le gustaba, lo llevó al Hotel Marriot, donde disfrutaron toda una noche de placer. A la mañana siguiente volvió a su casa con 500 dólares de más en el bolsillo. Tenía 19 años.

Que se construya un vínculo emocional con las clientas es algo inevitable para Drako. También es cierto que estas señoras son las que más dinero le dan. Esta primera vez lo hizo por curiosidad, por la plata y porque “era una vieja bien puesta”. Luego vio que era una manera fácil de ganar dinero, sobre todo para mantener el estatus que le gusta llevar. Vive en un lujoso departamento en la avenida Shyris, con una vista espectacular sobre el parque de La Carolina y maneja un Porsche descapotable. Explica esto, tras varias negativas a hablar en persona, en una elegante cafetería ubicada en la avenida Naciones Unidas. Un par de personas pasan y lo saludan. Llega con ropa deportiva, negra, que rebela sin pudor su anatomía. Es franco y directo en el trato, su mirada siempre esquiva. Parece que la grabadora lo intimida. Por momentos la mano le tiembla levemente, pero mira por la ventana, respira y comienza a confesar su odisea sexual.

Para llevar ese tren de vida tiene que trabajar bastante. Hubo semanas que estuvo hasta con 14 mujeres, pero ahora perfila una nueva estrategia comercial: tener un grupo de clientas reducido, pero que le pagan bastante dinero, en lugar de estar con muchas que pagan menos. Su tarifa básica es 120 dólares por sesión. Su servicio implica irremediablemente que la mujer se venga, eso es lo más importante para él, la sirena que marca el fin de su jornada laboral. Tarde el tiempo que se tarde. Con las mujeres de alto standing con las que ya tiene un vínculo la cosa cambia. Ya no existe un tarifario concreto y él no pide, son ellas las que le ofrecen. En una ocasión una clienta le regaló 5.000 dólares para pagar la entrada de su nuevo carro, un Hyundai Tucson.

La clienta que más dinero le dio es una señora de mediana edad divorciada, que trabaja en una embajada extranjera. En un año y medio le ha pagado más de 15.000 dólares. Otra clienta es una empresaria que se dedica a organizar ferias en Ecuador que también le da generosas donaciones de 500 o 1.000 dólares mensuales, según sus necesidades. En varias ocasiones han viajado a Colombia o Perú, con todos los gastos pagados, siempre con el rol de novio. Con ocho mujeres como estas considera que ya tiene suficiente para cubrir sus gastos.

Dice esto después de haberse acostado con cerca de 200 mujeres —152 en su último recuento hace tres meses— en los cuatro años que lleva ejerciendo de gigoló. Hasta ahora no ha tenido que rechazar a ninguna. A veces no son especialmente bellas, pero son gajes del oficio que le permite vivir de la manera que tanto le gusta. Algo que acostumbra hacer consiste en que, luego de estar con una mujer mayor o poco agraciada físicamente, escapa de manera inmediata con una hermosa, todo eso para “quitar la mala vibra de la fea”. Entonces se va a una discoteca y elige. “Yo en Quito soy el macho alfa, estoy arriba de la pirámide alimenticia del sexo. Puedo estar con la mujer que quiera. Soy famoso, tengo plata y soy muy bueno en la cama”. Uno de sus grandes temores, cuando comenzó a trabajar como gigoló, era si se le iba a parar. Las primeras veces tomaba viagra, llegó a ingerir hasta tres pastillas al día. Luego fue dosificando la toma, hasta ahora que no las necesita. En realidad esto se debe en a su gran secreto para seducir a las mujeres y no tener problemas de erección: los niveles de testosterona.

Drako lo explica mientras es el centro de las miradas femeninas, comenzando por la mesera, quien aprovecha cualquier excusa para dirigirse a él. Mantener el nivel de testosterona alto es fundamental para ejercer de flautista de Hamelin. “En este momento estoy segregando testosterona, tú no lo percibes porque eres hombre, pero ellas sí. Yo nunca me pongo colonia por eso mismo”, al tiempo que parece que la camarera le ofrece la mejor de sus sonrisas mientras seca la vajilla desde la barra. Para mantener sus niveles rebosantes de testosterona Drako utiliza tres estrategias: primero el deporte, acude diariamente al gimnasio, cuida con esmero su dieta, no fuma ni bebe alcohol, porque según explica, afecta negativamente a la erección. Luego toma hormonas de crecimiento y esteroides. “Pero lo más importante”, y ahora pone un rictus serio y confidencial, “consiste en no eyacular nunca, ya que de esta manera se pierde la energía acumulada durante semanas. Si me piden que eyacule les cobro un dinero extra, ya que tengo que comer mucho y hacer deporte para recuperar el nivel que tenía”.

Drako acostumbra recibir a sus clientas en su casa, ya que así se ahorra el pago de moteles y hoteles. Básicamente llegan a la casa, conversan un poco en el sofá y pasan a consumar el acto sexual, del que asegura es un gran experto. “Yo quiero ser y soy el mejor amante que ellas jamás han tenido. En realidad hago un acto social, porque les enseño a las mujeres a mejorar sus técnicas sexuales, que luego aplicarán y disfrutarán con sus futuras parejas”.

Existen dos grandes variantes en los encuentros de los gigolós. Los que disponen de un departamento realizan allí sus citas, por comodidad y ahorro. Los que no disponen de espacio particular, o tienen familia, acuden a moteles. Nunca en las casas de las clientas. Muchas de sus clientas, cerca de la mitad, buscan compañía y algo de cariño. No siempre buscan sexo, a veces tan solo necesitan alguien con quien ver una película bajo una cobija. Otras por supuesto, buscan acción. Drako explica que a todas sus clientas les encanta ser sometidas, que las aten, que las azoten… En sus días como gigoló ha experimentado tríos, orgías, fiestas sadomasoquistas en clubes selectos con gente de los más altos estratos de la sociedad ecuatoriana.

Una de sus experiencias más extrañas fue cuando una clienta le pidió hacer el sexo vampiro, que consistía en beber la sangre de la chica, luego de que se hiciera un buen corte debajo del pecho. A continuación su chica le pidió cortarse también, cuestión a la que se negó tajantemente, ya que por nada del mundo iba a estropear sus agraciados pectorales.

Dar con el testimonio de alguien como Drako es complicado, pero todavía más sus clientas. Gracias a la intervención del propio Drako, una de ellas accedió a contarme su testimonio. Tiene 21 años, de clase media alta. Su padre tiene una empresa de transporte. Encontró a Drako a través de una página de Facebook. La razón que la llevó a llamarlo fue el despecho, quería vengarse de su por entonces novio. Habían peleado por enésima vez por una cuestión de celos y le dijo que no lo quería ver más. Acto seguido y sin pensarlo mucho llamó a Drako y tuvieron sexo. Desde entonces, hace dos semanas, se han visto un par de veces. A Drako parece que le gusta.

Pero esta idílica vida también tiene su lado oscuro. Drako se considera un romántico, pero su trabajo le impide enamorarse y mantener una relación estable. Algo similar a lo que le ocurría al rey Midas, que todo lo que tocaba se transformaba en oro. En la fauna del sexo los gigolós son un rara avis, una especie solitaria y arisca difícil de encontrar.

No poseen páginas web especializadas, apenas se anuncian en las redes sociales, no se encuentran en la sección de contactos de los diarios, tampoco hay gremios ni asociaciones y acostumbran parapetarse tras una identidad ficticia. La vía más directa para contactar con ellos consiste en acudir a páginas web de anuncios genéricos.

La gran mayoría de los gigolós viven en Quito y Guayaquil. Están los que sí muestran su rostro, y los que optan por mostrar una parte de su anatomía, mayoritariamente genitales. Muchas de las fotos no corresponden con la verdadera persona, como confiesan los diez gigolós consultados. Una ley no escrita en el universo de los gigolós es la prohibición de acostarse con hombres, que a fin de cuentas son la mitad de las llamadas que reciben. “Si me fuera con hombres sería rico”, explica uno de ellos. El anonimato está también muy presente. Cuatro de los diez consultados están casados. En una de las llamadas realizadas respondió una mujer, mientras que desde el fondo se escuchaba el ruido de unos niños jugando.

Otro gigoló —que según las fotos es también de alto nivel— acepta entrevistarse en el Quicentro Shopping. Se llama Mateo, de nuevo, nombre ficticio. Como en toda cita que se precie llega tarde, 15 minutos aproximadamente. Aparece un joven alto y esbelto. Va de negro, con una chompa de cuero muy elegante y con un perfume con mucha presencia. Pelo corto, ojos rasgados, piel trigueña y una amplia sonrisa que responde perfectamente al fenotipo de galán de telenovela mexicana.

Tiene 21 años, es guayaquileño. Actualmente cursa estudios de Arquitectura en una de las universidades más conocidas de la capital. Parece que viene con una idea preconcebida, ya que de inmediato comienza a contar una retahíla de conquistas donde no escatima en detalles. Llama la atención que todas las mujeres responden a un mismo patrón: son mayores que él y muy atractivas. En una ocasión, según explica, llegó a estar con siete mujeres de manera simultánea. “Me encanta dar placer a las mujeres”, dice, como si esta frase concentrara el principio fundamental de su existencia.

Desde joven fue un consumidor compulsivo de sexo. “Una vez llamé a una transexual, que ya estaba operada —y hace hincapié en esto último—, era igual que una mujer, guapísima. Vino de Europa de vacaciones, vivía en un penthouse increíble con vistas al parque de La Carolina, tenía mucha plata. Nos veíamos bastante, le comenté que quería comenzar como gigoló y me animó a que publicáramos nuestro contacto en una página web. Luego ella volvió a Europa. Así comenzó todo, tenía 18 años.

Resulta difícil cuantificar el número de gigolós que existen en Ecuador. Damián, otro gigoló que solo acepta hablar telefónicamente, explica que en Quito puede haber entre unos 50 y 70, pero que la mayoría no son profesionales, son gente curiosa o ‘caradura’. En realidad con tan solo ver el anuncio puedes hacer una clara diferencia entre los aspirantes y los que se lo toman verdaderamente en serio. Una foto borrosa en la que aparece un primer plano del paquete, junto a un mensaje soez repleto de faltas de ortografía, ya dibuja el panorama ante el cual la hipotética clienta se puede encontrar.

Existen varias páginas de Internet donde encontrar este tipo de servicios. Normalmente son de anuncios en general y aparecen en la sección de contactos. En ellas  aparecen decenas de mensajes de toda índole. Llama la atención el ‘lirismo’ de los mensajes tipo: “arrecho y con ganas de hacerte”, “para maduritas insatisfechas” o el siempre efectivo “muy complaciente”. Gran parte de ellos no disponen de fotos, la otra mitad muestran o bien sus penes en plena efervescencia o bien una parte de su anatomía en la que pueden exhibir músculo. Son muy pocos los que exponen su rostro, y los que lo hacen, como afirma Mateo, en realidad no son ellos.

Los precios pueden variar mucho. Lo que está claro, es que cobran más que una mujer. Una prostituta que trabaja en la calle en el Centro Histórico ofrece sus servicios a partir de diez dólares y una que trabaja en un chongo cobra unos 20 o 30 dólares. En prostíbulos caros la cifra puede ascender hasta 500 dólares cuando se trata de modelos. En cuanto a los hombres el mínimo es 50 dólares por servicio hasta los 120 de Drako y Mateo. También existen curiosas excepciones, como la de un español residente en Quito, que tiene una relación con una mujer casada de unos 40 años. A verse cobrando un sueldo de menos de 400 dólares mensuales comenzó a exigirle de manera imperativa 10 o 20 dólares por acto sexual, convirtiéndose en una suerte de gigoló ‘low cost’.

Mateo cuida su físico con esmero. Pesa 180 libras de puro músculo. Para mantenerse así acude casi a diario al gimnasio. Antes de entrar a la carrera de Arquitectura se planteó muy seriamente trabajar como policía o bombero. Pero su familia, de clase media alta y dedicada a la construcción, lo obligó a emprender sus estudios superiores en Quito. Recibe dinero de su padre, tanto para pagar la universidad como el arriendo. Lo de prostituirse lo hace porque le gusta, pero también para disfrutar de un ingreso extra con el que pagar sus caprichos.

Muy poca gente conoce esta faceta de su vida, tan solo dos de sus mejores amigos. Admite que le da vergüenza y que la sociedad no lo acepta: “a quién le voy a decir, todo el mundo se me echaría encima, más aún con la sociedad quiteña que es mucho más conservadora que la de la Costa. Prefiero que nadie lo sepa”.

Tras entrar en calor comienza a evocar otras anécdotas de sus días como gigoló. En una ocasión le escribió una pareja porque la fantasía de él era verla a ella teniendo sexo con otra persona. La chica contactó con Mateo. Al principio ella no lo tenía claro y dudaba si hacer realidad la fantasía voyerista de su chico. Le escribió varias ocasiones para solventar algunas dudas, luego comenzaron a escribirse con cierta asiduidad a través de WhatsApp, y como era previsible, la amistad derivó en una cita, pero solo para dos.

En las conquistas de Mateo se cuelan varias transexuales. Habla de ello sin pudor, siempre matizando que están operadas. Le gustan porque “se cuidan más que muchas mujeres y, además, saben lo que quieren y les encanta practicar el sexo una y otra vez”. Más de una de sus clientes se enamoraron del hercúleo gigoló y pretendieron sin éxito sacarle del circuito comercial. También explica que “si la chica está a la altura” y disfrutan de una noche salvaje, les ofrece sus servicios de manera gratuita, como el toro que durante la corrida demuestra una gran nobleza y al final de la faena recibe el indulto.

Lo más raro que le ocurrió, y a lo que se negó tajantemente, fue una ocasión en la que una mujer le escribió seriamente para que le diera un hijo. Se había peleado con su novio y buscaba desesperadamente a alguien que la dejara embarazada. A pesar de que le ofreció una gran cantidad de dinero e incluso abogados para que no tuviera problemas legales, Mateo se negó.

Son las 21:00 y casi no queda gente en el patio de comidas. Uno de los meseros viene a anunciarnos que ya han cerrado el local y debemos irnos. Nos despedimos; está extrañamente alegre, desaparece por un pasillo con paso decidido, como si experimentara un enorme alivio por haber revelado su gran secreto a un perfecto desconocido.